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La dignidad de ser juez

Miércoles, 05 de marzo de 2025 01:46
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En una democracia sana, quienes aspiran a los más altos cargos judiciales deberían ser modelos de integridad y respeto por las instituciones.

Sin embargo, el caso de Ariel Lijo demuestra una vez más cómo la Justicia argentina está marcada por la especulación personal y la degradación de los valores republicanos. En lugar de asumir con dignidad el desafío de su designación a la Corte Suprema, Lijo ha optado por una estrategia que solo puede definirse como oportunismo: en vez de renunciar a su cargo de juez de primera instancia, pidió licencia, asegurándose así un puesto de retorno en caso de que su nominación fracase.

Lo más escandaloso es que la Cámara Federal no solo le concedió esa licencia, sino que lo hizo con el voto unánime de sus miembros. Esta complicidad institucional profundiza el desprestigio de un sistema judicial que, lejos de representar un poder independiente, se ha convertido en un refugio de privilegios. Lijo no renuncia porque no quiere asumir el riesgo de quedar fuera del poder; la Cámara se la concede porque todos juegan el mismo juego de conveniencia mutua.

La justicia argentina, en vez de estar regida por principios, parece moverse bajo la advertencia de Edmund Burke: "Lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada". La inacción de los jueces que debían exigirle a Lijo una renuncia en lugar de concederle una licencia es tan grave como su propia actitud.

Montesquieu, en El espíritu de las leyes, sostuvo que "una república no puede sobrevivir sin virtud". Y la virtud, en el ejercicio del poder, implica asumir riesgos cuando se cree en los principios. Lijo, al pedir licencia en vez de renunciar, deja claro que su interés no es el honor de ser juez de la Corte, sino el cálculo de mantenerse dentro del sistema pase lo que pase.

Más teoría

Más cerca en el tiempo, Max Weber, en su famoso ensayo La política como vocación, diferenció dos tipos de ética en la función pública: la "ética de la responsabilidad" y la "ética de la convicción". Un verdadero servidor del Estado debería guiarse por la primera, asumiendo las consecuencias de sus actos con plena responsabilidad. Lijo, en cambio, actúa con una ética de conveniencia, asegurándose un salvoconducto ante un eventual fracaso.

La situación es doblemente grave porque no solo involucra a un juez, sino a toda la estructura que lo sostiene. El aval de la Cámara Federal demuestra que el problema no es solo Lijo, sino un sistema judicial donde la estabilidad personal pesa más que la integridad. Como decía Hannah Arendt, "la mayor prueba de moralidad de un hombre es lo que está dispuesto a hacer cuando no es observado". Lijo y la Cámara Federal han demostrado que, cuando creen que nadie los juzga, su prioridad es protegerse entre ellos.

Argentina necesita jueces que actúen con dignidad, no con cálculo. Un magistrado que teme renunciar por miedo a perderlo todo no es digno de sentarse en la Corte Suprema. Y un sistema que permite este tipo de maniobras es un sistema que ha renunciado a la ética.

 

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