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Una democracia no se derrumba de un día para otro. Rara vez muere en manos de militares con tanques y comunicados. Suele agonizar en silencio, mientras sus instituciones se erosionan y sus líderes no reaccionan. El grito de los débiles no es solo el lamento del que no llega a fin de mes. Es también el sonido sordo de una política que deja de representar, de canalizar, de proteger. La obra de Levitsky y Ziblatt explica cómo las democracias modernas mueren por dentro. Y que su última línea de defensa no son las constituciones ni los tribunales, sino los partidos políticos. No los mejores. No los más lúcidos. Apenas aquellos que, aun sumidos en sus propias miserias, comprenden que pactar con el autoritarismo es matar al sistema.
La escena argentina actual ofrece un caso de estudio. El oficialismo, liderado por Javier Milei, gobierna a los gritos, lanza decretos que reescriben el contrato social y trata al Congreso como si fuera una escribanía fallida. Mientras tanto, la oposición vacila entre la denuncia moral y el cálculo táctico. La mayoría de sus figuras principales se limita a esperar. Algunos imaginan que la caída llegará sola. Otros, peor, hacen cuentas para ver cuánto pueden aprovechar del nuevo orden. En los márgenes, los sectores vulnerables levantan la voz. No para pedir privilegios, sino para no ser descartados del todo. Organizaciones sociales que antes articulaban demandas hoy apenas resisten el ajuste. Universidades que simbolizaban movilidad social son empujadas a mendigar fondos. Los jubilados, siempre nexo entre la austeridad y la represión policial, son tratados como un gasto residual. El grito de los débiles no siempre es audible. La política institucional lo ignora cuando prefiere obsesionarse con el algoritmo. Pero ese murmullo se acumula. Como nos enseña la historia económica argentina, los estallidos no nacen de la nada. En 1989, tras años de inflación y políticas inconexas, Alfonsín dejó el poder en medio de saqueos. En 2001, De la Rúa se fue en helicóptero porque la política no supo leer el hartazgo ni ofrecer contención. En ambos casos, los partidos fracasaron en su función más esencial: evitar el colapso.
Hoy los signos están a la vista. El Gobierno celebra un superávit construido sobre licuación, desinversión y postergación. No hay épica, hay administración de ruinas. El Bonte, esa criatura financiera celebrada como logro, es apenas una máscara técnica para el viejo problema de siempre: cómo financiar un Estado sin que estalle el dólar. Pero mientras Milei monetiza el ajuste en nombre de una cruzada libertaria, ¿qué hace el resto del sistema político? Levitsky y Ziblatt sostienen que los partidos tienen una responsabilidad activa: deben aislar a los extremistas, incluso a costa de perder poder en el corto plazo. Deben establecer cordones sanitarios, blindar las reglas del juego, proteger la institucionalidad antes que las encuestas. ¿Qué vemos en Argentina? A un radicalismo fragmentado, con intendentes que negocian migajas con LLA. A un peronismo que, sin Cristina como pivote, no logra ordenar su discurso. A una centroderecha que oscila entre la crítica tibia y el coqueteo con el mileísmo.
Los partidos deberían ser diques de contención frente al populismo autoritario. Pero cuando el oportunismo reemplaza a la convicción, se vuelven canales de su normalización. En vez de trazar líneas rojas, negocian cargos. En lugar de formar cuadros, producen influencers. En vez de pensar la democracia como un valor, la reducen a una formalidad que molesta. La historia argentina no carece de ejemplos virtuosos. El Pacto de la Moncloa criollo de 2002-2003, con Lavagna, Alfonsín y hasta sectores del PJ articulando consensos básicos, permitió salir del abismo. No hubo plan perfecto, pero sí una decisión política de cuidar el sistema. Hoy no hay tal cosa. Hoy hay silencio o gritos. Pero, pocos puentes. Y sin puentes, la democracia se convierte en un espectáculo. El Congreso ya no delibera, simula. La Justicia ya no interpreta, calcula. La calle ya no protesta, sobrevive. Y el ciudadano común, ese que no milita ni twittea ni analiza, sólo percibe una constante: que nadie lo defiende.
La oposición
El rol de los partidos opositores en este contexto es decisivo. No para volver al pasado, sino para evitar que el futuro sea una distopía consolidada. Requiere valentía institucional: poner límites, sostener mayorías parlamentarias básicas, garantizar que la voz disidente no sea silenciada. Y requiere pedagogía democrática: explicar que la libertad no se reduce a elegir el shampoo más barato por Amazon, sino a vivir sin miedo al poder.
Levitsky y Ziblatt también advertían sobre otro riesgo: cuando la oposición se radicaliza, termina justificando su derrota en el juego que ella misma deslegitimó. No basta con decir que Milei es un extremista. Hay que demostrar que el sistema puede ofrecer algo mejor. De lo contrario, el oficialismo no necesita ganar, basta con que el resto siga perdiendo. Hoy, los débiles gritan. Y la política responde con marketing o evasivas. Si los partidos no recuperan su rol, si no encarnan nuevamente la representación activa, serán reemplazados por fórmulas cada vez más personalistas, cada vez más ruidosas, cada vez más peligrosas. La democracia no se defiende sola. Y la indiferencia institucional no es neutralidad: es complicidad.