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Las elecciones presidenciales bolivianas, cuya primera vuelta tendrá lugar el domingo 17 de agosto, son una caja de Pandora. Sin la participación del expresidente Evo Morales, cuyo partido no está habilitado judicialmente para competir, y del actual mandatario Luis Arce, quien renunció a su postulación a la relección, diez candidatos disputan la primera magistratura y ninguno de ellos aparece en las encuestas con más del 25% de los votos, muy lejos del 50% necesario para su consagración.
La dilucidación de la incógnita quedará develada entonces en el balotaje a realizarse el 20 de octubre, aunque la enorme incertidumbre reinante no garantiza su materialización. Mientras tanto, la atomización del espectro partidario y la ausencia en esta puja de Morales y de Arce, cuyas figuras hasta hace unos meses protagonizaban la disputa por la sucesión presidencial, generan una gigantesca confusión en el electorado.
La encuesta más reciente indica que sólo tres de los diez candidatos superan el 10% de intención de voto. El primero es el empresario derechista Samuel Doria Medina (Alianza Unidad), con el 24%. El segundo es el expresidente centroderechista Jorge Quiroga (Alianza Libre), con el 22 %. El tercero es Andrónico Rodríguez (Alianza Popular), actualmente presidente del Senado, que se plantea como una alternativa de izquierda superadora de la era de Morales, con el 15,00%. El remanente está distribuido entre los restantes siete candidatos y un 10% de votos en blanco, con una crecida franja de indecisos.
El factor determinante de esta dispersión es la crisis terminal del MAS, la fuerza política dominante en Bolivia desde la victoria de Morales en las elecciones presidenciales del 2006 hasta 2019, cuando con motivo de las denuncias de fraude en la elección en la que procuraba su cuarto mandato consecutivo se vio obligado a renunciar y abandonar el país ante una insurrección cívico-militar que encumbró como mandataria interina a la titular del Senado, Jeanine Añez, hoy encarcelada por una condena judicial a diez años de prisión por el delito de sedición.
La impopularidad que rodeó rápidamente al interinato de Añez provocó que, en el 2020, apenas un año después y con Morales exiliado en la Argentina, el MAS, con Arce como candidato, ganara otra vez la elección presidencial. Pero Arce, cuya nominación había sido digitada por el expresidente, de quien había sido su ministro de Economía durante sus sucesivos mandatos, ensayó una progresiva diferenciación de su jefe que derivó en una abierta ruptura. Como resultado del enfrentamiento, Arce se quedó con el sello del MAS y Morales, procesado por abuso de menores, pasó a la oposición.
Arce tuvo que lidiar con una situación económica crecientemente difícil, manifestada en el aumento de la inflación, la devaluación de la moneda, la caída de las reservas, el desabastecimiento de alimentos y la escasez de combustibles, que desencadenaron vastas protestas sociales. El agotamiento de los yacimientos, que había sido la fuente del fuerte crecimiento económico experimentado por Bolivia durante los años de Morales, originó la crisis del modelo instaurado en 2006.
Mientras tanto, Morales intentó reconstruir su base de sustentación política, con epicentro en la región cocalera del Chapare, donde se refugió para impedir la ejecución de un pedido de detención dictado por un tribunal que lo enjuiciaba por una acusación que denunció como una maniobra política urdida por los partidarios de Arce. Pero sus esfuerzos tropiezan con el desgaste generado por su exilio, porque muchos de sus antiguos compañeros lo acusan de haber abandonado el gobierno sin resistir a la sublevación y dejarlos librados a su suerte.
La paradoja de esta confrontación es que ambas partes perdieron. Arce, con índices altísimos de rechazo en la opinión pública, tuvo que resignar sus intenciones de ser reelecto. Morales no logró eludir la responsabilidad de una debacle económica cuyas causas estructurales residen en su gestión, con Arce como ministro. El resultado es la crisis terminal del MAS, cuyo actual candidato a presidente, Eduardo Del Castillo, ministro de Economía de Arce, apenas si figura en los sondeos electorales.
Esta sensación de fin de ciclo potencia el optimismo de las fuerzas de derecha, que visualizan una oportunidad inédita para impulsar un cambio de rumbo. La mayoría de los observadores coincide en pronosticar que el balotaje tendrá por protagonistas a un candidato de esa franja, que puede ser Doria Medina o Quiroga, y a Rodríguez, quien captaría los votos dispersos de los partidarios de Morales y hasta podría lograr un apoyo explícito del exmandatario a cambio de algún compromiso de revisión de la causa judicial en su contra.
Para unificar a las fuerzas de centroderecha, el multimillonario empresario boliviano Marcelo Claure, residente en Estados Unidos, organizó el evento Bolivia 360 Day en la Universidad de Harvard, en Cambridge, con la participación de tres candidatos presidenciales, Doria Medina, la alcaldesa de El Alto, Eva Copa (MORENA), el alcalde de Cochabamba, Manfred Reyes Villa (SUMATE), y de Juan Carlos Velasco, candidato a vicepresidente de la coalición que postula a Quiroga. Entre los invitados internacionales figuraron los ex presidentes de la Argentina Mauricio Macri y de Colombia, Iván Duque, así como la líder opositora venezolana María Corina Machado y el economista Ricardo Hausmann.
El objetivo del encuentro fue acordar propuestas para la transformación estructural de Bolivia. En su discurso inaugural, Claure advirtió que Bolivia no tiene más tiempo para perder. Proclamó que el país necesita una "esperanza con dirección" y planteó tres objetivos urgentes: elecciones limpias, plan económico creíble y unidad del espectro de centroderecha.
Enfatizó que la fragmentación electoral es la garantía de un nuevo triunfo de la izquierda y prometió a apoyar con todos sus recursos económicos al candidato opositor que resulte mejor posicionado.
El consenso prevaleciente entre los observadores políticos de que en una segunda vuelta electoral el eventual candidato del frente de centro- derecha, sea Doria Medina o Quiroga, tiene grandes posibilidades de derrotar al postulante de izquierda, seguramente Rodríguez, desencadenó una furibunda reacción entre los partidarios de Morales, que denunciaron la proscripción de su jefe y amenazan con desconocer el resultado de la elección y la legitimidad del nuevo gobierno, al que anuncian que van a combatir en las calles.
A diferencia de otros países latinoamericanos, donde la vocinglería de ciertos sectores de izquierda no puede traducirse en hechos, Bolivia tiene una larga tradición de violencia política que autoriza a tomar en serio ese peligro. La geopolítica y la cultura política bolivianas, que separan con bastante nitidez a la Bolivia andina, que abarca los departamentos de La Paz, Cochabamba, Oruro, Chuquisaca y Potosí, de la región oriental, que incluye a los departamentos de Beni, Santa Cruz de la Sierra, Pando y Tarija, abren un escenario de incertidumbre que no excluye la alternativa de una guerra civil. Algunos informes de los servicios de inteligencia occidentales advierten sobre otros dos factores adicionales que podrían converger con las intenciones desestabilizadoras de Morales y los suyos. El primero es la creciente presencia territorial de los cárteles del narcotráfico, que al no poder hacerse cargo directamente del poder político suelen beneficiarse de sus situaciones de debilidad. El segundo riesgo surge de las denuncias sobre la influencia de Irán, iniciada con el acercamiento económico y político protagonizado en su momento por Morales, quien canceló la colaboración de Bolivia con la DEA, pero fue incrementada sensiblemente durante el gobierno de Arce, que suscribió un tratado de seguridad, supuestamente concebido para colaborar en la lucha contra el narcotráfico, que incluye el entrenamiento de las fuerzas bolivianas por personal iraní. Demás está decir que esas dos hipótesis encienden luces rojas en Washington.
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico