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Hay historias que no necesitan documentos ni fechas exactas para perdurar en el alma de un pueblo. Algunas verdades no se escriben con tinta, sino con símbolos y silencios que no se explican, pero se sienten. En 1880, tras décadas en Francia, los restos del Libertador arribaron a Buenos Aires. Había muerto en Boulogne-sur-Mer, en 1850, lejos del suelo que ayudó a liberar, y por decisión propia, para no participar de las guerras civiles que desangraban al país. Durante años se postergó su repatriación, hasta que el gobierno de Nicolás Avellaneda lo hizo posible. Fue el barco Villarino, corbeta de la Armada Argentina, el encargado de traerlos cruzando el Atlántico, en un viaje que fue más un acto de reparación moral que una simple travesía.
El Villarino atracó en el puerto de Buenos Aires en medio de un clima de recogimiento nacional. Pero entonces ocurrió algo inesperado. En el silencio solemne del cortejo fúnebre, un grupo de soldados apareció entre la multitud. Vestían uniformes viejos, remendados, como salidos de otra época. No estaban en ninguna lista oficial, nadie los había convocado ni se sabía de dónde venían. Sin embargo, se colocaron en formación con una marcialidad impecable, como si obedecieran a una orden más antigua que cualquier decreto: la de la lealtad.
Escoltaron el féretro desde el puerto hasta la Catedral Metropolitana. Eran siete, dicen los testigos. Marchaban en silencio, con el paso firme de quienes saben que no caminan por sí mismos, sino por una causa mayor. Cuando la noche cubrió la ciudad, esos mismos siete montaron guardia dentro de la Catedral, de pie, erguidos, como estatuas vivientes junto al mausoleo aún fresco. No comían, no hablaban. Solo custodiaban. Toda la noche.
Al amanecer, se fueron. Sin despedirse, sin buscar reconocimiento, sin dejar nombres ni huellas. Nadie supo nunca quiénes eran ni de dónde habían venido. Nunca más se los volvió a ver. Lo que dejaron fue más que una anécdota: fue un legado. Desde entonces, se instituyó que siete granaderos custodien permanentemente el mausoleo de San Martín.
No se trata solo de un acto militar. Es un rito, una manera de honrar al general y a aquellos soldados anónimos que, sin recibir órdenes, hicieron lo que debía hacerse. La leyenda de los siete granaderos encierra un mensaje poderoso: el compromiso silencioso, la lealtad sin fecha de vencimiento, el respeto a quienes nos dieron patria. No importa si existieron tal cual se cuenta; lo que importa es lo que representan: el espíritu de sacrificio, la nobleza de servir sin esperar nada a cambio, la entrega total a una causa más grande que uno mismo.
San Martín no buscó poder personal, no usó su sable para perpetuarse ni aceptó recompensas por sus hazañas. Cruzó los Andes con un ejército descalzo, liberó medio continente, renunció a ser jefe supremo y eligió el exilio antes que contribuir a la fragmentación de la patria. Fue un hombre íntegro, en una época de pasiones y traiciones. Por eso, su figura no divide. Por eso, aún hoy, es uno de los pocos símbolos que pueden unirnos.
La tradición de los siete granaderos sigue viva. Cada día, sin estridencias, custodian el mausoleo con la misma serenidad y firmeza que aquellos primeros. Y en ese acto cotidiano está contenida toda la historia de un país que aún puede reencontrarse con su mejor versión. Porque cuando un pueblo recuerda con respeto, honra con dignidad y transmite con emoción, está sembrando futuro.
Así como el Villarino trajo de regreso al cuerpo de San Martín, estos siete granaderos —reales o simbólicos— trajeron de vuelta algo más importante: el alma de la Patria. Una patria que necesita, más que nunca, recordar que hay gestos que salvan, silencios que iluminan y leyendas que nos mantienen vivos.