¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
17°
14 de Septiembre,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Cómo Silicon Valley está disrumpiendo la democracia

Domingo, 14 de septiembre de 2025 00:41
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

El mundo tecnológico adora los neologismos; más si estos capturan un cambio de época o una nueva tendencia. En 2013, el columnista de "The Economist", Adrian Wooldridge, acuñó una palabra que se convirtió en moda: "techlash"; una forma de revuelta contra los ricos y poderosos de Silicon Valley impulsada por la creciente comprensión de que estos "soberanos del ciberespacio" no eran las personas benevolentes "portadores del brillante futuro" que decían ser.

Siempre ha habido críticos de los excesos y abusos de Silicon Valley. Durante buena parte de las dos últimas décadas, muchas de esas voces fueron descartadas calificándolas de "luditas desesperanzados" o de "enemigos del progreso" por el grupo más numeroso y vocinglero de los tecno-optimistas.

Hoy, la marea parece estar cambiando con opiniones más críticas hacia estas personas y acciones; así como con espacios de opinión en su contra cada vez más numerosos.

Alquimistas tecnológicos

Dos libros recientes muestran esta tendencia. El primero "The Venture Alchemists: How Big Tech Turned Profits into Power", de Rob Lalka; y el segundo "The Tech Coup: How to Save Democracy from Silicon Valley", de Marietje Schaake. Ambos libros relatan el ascenso de una élite de tecnócratas que utiliza su riqueza y su poder para socavar la democracia.

Lalka -profesor de negocios en la Universidad de Tulane-, se centra en cómo un pequeño grupo de emprendedores logró convertir ideas novedosas -combinadas con apuestas riesgosas- en una riqueza e influencia sin precedente. Lalka comienza su libro con una página que muestra nueve rostros (en su mayoría) jóvenes y (en su mayoría) sonrientes de varios de estos "semidioses de la disrupción": Mark Zuckerberg, Larry Page y Sergey Brin; los inversionistas de capital de riesgo Keith Rabois, Peter Thiel y David Sacks; y un trío más variopinto compuesto por el ex CEO de Uber -caído en desgracia- Travis Kalanick, el ferviente eugenista y supuesto padre de Silicon Valley Bill Shockley (fallecido en 1989), y un ex capitalista de riesgo y futuro vicepresidente de Estados Unidos, el entonces J.D. Hamel; hoy conocido como J.D. Vance. Peter Thiel (ex socio de Elon Musk en PayPal); suele decir "no creo que la libertad y la democracia sean compatibles" y "la competencia [en los negocios] es para perdedores".

Lalka toma esta mezcla de titanes tecnológicos para explicar cómo la llamada mentalidad de Silicon Valley cambió la forma de pensar el éxito y la innovación en todo Estados Unidos. Quizás hasta en el mundo. Una forma de "hacer negocios" que, tras mantras sociales como "disrumpir o ser disrumpido"; "romper rápido"; "pedir perdón antes que permiso"; esconden una ética -con frecuencia- oscura y autoritaria.

Todas ellas son personas convencidas de que todo progreso tecnológico es bueno "per-se" y que debe ser perseguido de cualquier manera y a cualquier costo; sin importar las consecuencias. Varios de ellos consideran que la privacidad es un concepto anticuado -una ilusión-; y que sus empresas deberían ser libres de gestionar todos los datos personales posibles sin restricción alguna. El dato es el nuevo petróleo y ellos se perciben como los nuevos Barones de esta nueva mercancía. Más importante, todos ellos creen que su poder no debería quedar limitado por gobierno ni regulador alguno.

Hoy, muchos de estos personajes están involucrados en temas de la agenda internacional. Elon Musk usa sus empresas de redes sociales como X para difundir propaganda de la ultraderecha y teorías conspirativas; o Starlink para apoyar a Ucrania. La empresa israelí NSOGroup, ha vendido a regímenes autoritarios su exitoso programa Pegasus; el que es usado para reprimir la disidencia y vigilar a sus críticos. Empresas de transporte como Uber usan sus propias aplicaciones como herramientas de propaganda mientras canalizan cientos de millones de dólares en iniciativas legales que buscan revocar las leyes que no les convienen. Y la lista sigue. Según Marietje Schaake, este poder desproporcionado e irresponsable está cambiando (¿de manera irreversible?) la forma en la que funciona la democracia en Estados Unidos.

Por ejemplo, en la inusual seguidilla de elecciones que se realizaron en 2024, la IA fue utilizada en más del 80% de las votaciones según documentó el Panel Internacional sobre el Entorno de la Información, una organización independiente de científicos con sede en Suiza. En 2025, la IA operó en por lo menos nueve grandes elecciones desde Canadá hasta Australia. El contenido generado por IA juega un fuerte rol en las elecciones, polarizando al electorado y desacreditando el proceso democrático.

Más regulación; no menos

"En muchos sentidos, Silicon Valley se ha convertido en la antítesis de lo que sus pioneros aspiraban a ser: de desdeñar al gobierno a asumir funciones ejecutivas; de elogiar la libertad de expresión a convertirse en curadores y reguladores del discurso privado y público; de criticar los excesos y abusos del gobierno a acelerarlos mediante herramientas de espionaje y algoritmos opacos", afirma Marietje Schaake.

Schaake, ex-miembro del Parlamento Europeo y actual directora de políticas internacionales en el Centro de Políticas Cibernéticas de la Universidad de Stanford, narra la apropiación de poder por parte de las empresas tecnológicas. Más allá de su experiencia en los ámbitos del gobierno y la tecnología, también es neerlandesa; lo que la hace inmune a la enfermedad estadounidense que equipara la riqueza con la virtud e inteligencia. Por el contrario, Schaake entiende, por ejemplo, que cuando alguien como Sam Altman, de OpenAI, comparece ante el Congreso y suplica por regulación en inteligencia artificial, lo que está haciendo es pedir al Congreso que cree una especie de foso regulatorio entre su empresa y cualquier otra compañía que pueda amenazarla; y que no está actuando desde un deseo genuino de búsqueda de límites gubernamentales.

Esta élite tecnocrática esgrime -con demasiada frecuencia- que la regulación está matando la innovación (no es cierto) y que está eliminando los incentivos para fundar empresas (tampoco es cierto). Lo que esta gente quiere ignorar -a propósito-, es que existe un enorme y vasto terreno entre el simple e ingenuo tecno-optimismo a ultranza y el tecno-escepticismo.

Al igual que Shoshana Zuboff, autora del monumental libro "La era del Capitalismo de Vigilancia", Schaake cree que "lo digital" debería vivir "dentro de la casa de la democracia", es decir, que las tecnologías deben ser desarrolladas dentro de marcos democráticos sirviendo a sistemas democráticos; y no por fuera de ellos, erosionándolos y destruyéndolos. Por el contrario, la propiedad exclusiva de estas tecnologías emergentes concentrada en un minúsculo club tecnológico profundiza un orden emergente "tecno-feudal" en el que las empresas tecnológicas ejercen un poder descomunal en sus dominios virtuales, demográficos e, incluso, geográficos; espacios que cuestionan y socavan al Estado Nación.

¿Qué se hace con un grupo de personas incapaces de autocrítica y que creen -inequívocamente- en su grandeza y destino manifiesto; que, además, ¿se sienten cómodos tomando decisiones en nombre de cientos de millones de personas que no necesariamente comparten sus valores? Se los regula. O se regula a las empresas que ellos dirigen y financian. O a sus actividades públicas.

Pero la complejidad de la tecnología y la rapidez de su avance la hacen difícil en extremo de regular y, si los gobiernos no se ponen al día pronto, es posible que nunca lo puedan hacer. Desde que Mark Zuckerberg se negó a contestar preguntas en el Congreso norteamericano aduciendo que "de todas maneras los congresistas no serían capaces de entender las respuestas"; esto dejó de ser un mero temor o una ficción.

Lógicas defectuosas

Regular a las grandes empresas tecnológicas es un primer paso. Pero, como Lalka y Schaake sugieren, hay otra batalla en curso que podría ser más difícil y polémica; el deshacer la lógica defectuosa y revertir las filosofías que nos han llevado a este lugar. Otra "batalla cultural".

¿Qué pasaría si admitiéramos que las bacanales de disrupción, en realidad, no son tan buenas para nuestro planeta; para nuestras sociedades y gobiernos; ni para nuestros cerebros? ¿Y si, en lugar de fetichizar la "destrucción creativa" comenzáramos a entronizar una "estabilidad sanadora"? ¿Y si en vez de seguir "abollando el universo" nos enfocáramos en arreglar lo que hemos roto? ¿Qué pasaría si admitiéramos que la tecnología no es la solución a todos los problemas del mundo; y que, aunque la innovación y el cambio tecnológico puedan generar beneficios, ¿no son ni la única garantía de éxito económico ni de mejora automática de la calidad de vida?

No me parece que debamos vivir en el mundo imaginado por las empresas tecnológicas -o por sus dueños-. Ninguna de ellas -y ninguno de ellos- tienen el mandato para hacerlo ni la ética requerida para hacerlo. Les importa el poder y las oportunidades de expansión más que el estado de derecho; menos mecanismos de control y equilibrio que funcionen como corresponde. Un cambio sistémico sólo ocurrirá si reconocemos que existe un problema sistémico.

Franz Kafka dijo: "generalmente suelo resolver los problemas dejándolos que me devoren". Seguir sin hacer nada es una invitación al desastre. Me gustaría poder pensar que vamos a reaccionar a tiempo, pero sospecho que no. Ojalá me equivoque. Ojalá.

 

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD