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La historia política argentina enseña que los presidentes suelen fracasar luego del primero o segundo año de gestión, viéndose obligados a abandonar anteriores ideas, propuestas, ministros e incluso amigos.
Me refiero a fracasos que casi siempre -justa o injustamente- pasaron a la historia con el nombre de los ministros de economía: Celestino Rodrigo, Bernardo Grinspun, Néstor Rapanelli, José Luis Machinea, Alfonso Prat Gay, entre otros. En cada caso la realidad ("única verdad") hizo pronto añicos los primeros -balbuceantes- programas económicos, obligando a los presidentes a buscar nuevos rumbos, nuevas fuentes, nuevos equipos.
Crisis
Tras 18 meses de mandato, el presidente Milei afronta severos problemas y surgen indicios de una crisis que exigirá rectificaciones profundas que, lamentablemente, no están aún diseñadas. Este vacío de alternativas agrava el malestar y multiplica las incertidumbres.
En el terreno puramente económico la ortodoxia de la Escuela Austríaca y su vertiente anti keynesiana no han dado los frutos esperados y pregonados por el presidente.
En el proceloso ámbito de las instituciones el fracaso de la estrategia de confrontación y agresividad verbal que abrazó Milei nada más asentarse en la Casa Rosada, es notorio. La retórica de "la casta" como el enemigo a exterminar terminó sirviendo de excusa para rechazar toda discrepancia, impugnar representatividades legítimas y desconocer reglas y principios constitucionales (el 14 bis, por ejemplo).
En el frente de la batalla cultural, que incluye una extravagante política exterior y que amenazaba con romper todos los consensos argentinos y mundiales, comienzan a verificarse resistencias que frenan la ofensiva libertaria. Lo que parecía una suerte de paseo imperial comienza a tropezar con escollos inesperados.
En cada uno de estos tres ámbitos (económico, institucional y cultural) la motosierra y otros artefactos ingeniosos están encontrando sectores sociales que resisten y se animan a tejer coaliciones -algunas sorprendentes- dispuestas a luchar defendiendo lo que consideran propio e irrenunciable.
Pienso que la reorganización de los poderes surgida de la reforma constitucional de 1994 (consensuada por los presidentes Alfonsín y Menem) se ha revelado inadecuada para hacer frente a crisis de factura entonces desconocida. Investir a un presidente en doble vuelta dejándolo en minoría en el Congreso de la Nación es un diseño que no tiene precedentes en regímenes presidencialistas ni parlamentarios.
La heredada destrucción del sistema de partidos políticos trastocó la lógica de la representación y la representatividad, erigiendo a los gobernadores provinciales en actores privilegiados en tanto controlan a los legisladores. Ni todos los diputados representan al pueblo ni todos los senadores a las provincias; muchos "responden" al gobernador (cuando no a intereses corporativos).
Los resultados del cercano octubre estarán seguramente influidos por la debilidad de la tercera vía (aún en formación) y el empeño de los que quieren retornar al inmediato pasado. En cualquier caso, parece claro que el presidente Milei, a la luz de los resultados, podría decidir duplicar sus tres apuestas centrales: ortodoxia austríaca, híper presidencialismo y ataque a los consensos de posguerra y de 1994.
Sin embargo, es casi imposible que una mayoría de ciudadanos acepte el canje que ofrece baja inflación a cambio de derivas autoritarias. Tampoco habrán de aceptarlo las minorías representativas que están organizadas para defender soluciones plurales.
Así las cosas, a mi modo de ver la Argentina necesita inaugurar una nueva etapa de grandes consensos que alumbren las imprescindibles reformas estructurales.
Frustración
El presidente Milei tiene evidencias acumuladas de que sus reformas diseñadas por técnicos presuntamente infalibles o por avezados representantes de las corporaciones no llegan al Boletín Oficial; o, cuando lo logran, no generan confianza ni producen los efectos esperados. En muchos casos activan a jueces encargados del control de constitucionalidad y pueden, eventualmente, sucumbir ante los controles de convencionalidad.
Por lo tanto, reformas estructurales que nos saquen (a todos) de las crisis, del malestar y de la desesperanza serán aquellas que surjan de la participación de los actores representativos y que resulten compatibles con los dictados de nuestra Constitución y los Tratados Internacionales.
Se trata, cómo no, de una tarea difícil. Pero nuestra realidad (harta de querellas estériles, con regiones atrasadas y elevados porcentajes de exclusión, que no atina a procesar crisis sectoriales como las de la salud, la educación, el subdesarrollo o los impuestos) y los desafíos que emanan de la revolución tecnológica y del nuevo diseño del orden mundial exigen reformas socialmente equilibradas, legalmente válidas y capaces de durar en el tiempo.