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La pobreza es un problema de fondo para el país, aunque solo aparece en la agenda pública como un enunciado de circunstancia, muchas veces, en forma demagógica.
Es una realidad que no debería dar lugar a la especulación política, porque se trata de la calidad de vida y la paz social del país lo que está en juego. La pobreza no es imputable a ningún partido o gobierno en particular, y no puede medirse solamente por la variación de la relación entre el poder adquisitivo real de los ingresos familiares y la evolución del índice inflacionario.
Aplicando un criterio más amplio, que incluye la satisfacción de necesidades básicas, el Instituto de Estudios Laborales y del Desarrollo Económico (IELDE) de Salta estima que la pobreza integrada alcanza en 2025 un 51% de la población argentina: 23 millones de personas.
Este dato no resta méritos al descenso alcanzado por el gobierno con la mejoría registrada por la Encuesta Permanente de Hogares del INDEC, que señala la reducción del 53% al 31,6% en el número de personas cuyos ingresos se encuentran por debajo de la canasta alimentaria, el valor más bajo desde 2018. La encuesta se realiza en 30 puntos urbanos del país, donde se detectaron 9.500.000 pobres por ingresos, aproximadamente. Proyectado a la totalidad del país, se llega a unos quince millones.
Pero este estudio no contempla otros factores de la pobreza estructural, que sí incluye la investigación del IELDE.
En diciembre de 2023, el país se encontraba en plena estanflación y se esperaba lo peor. Las medidas adoptadas por el presidente Javier Milei lograron quebrar una curva descendente de cinco años al reducir la inflación y eliminar el déficit fiscal. El ascenso inflacionario se controló en el tercer mes de gestión, pero la relación de precios y salarios todavía no se percibe en la economía doméstica.
La tarea por delante es compleja y debe ser asumida por el gobierno y la oposición, por la Nación y las provincias, aplicando criterios de convivencia que estén a la altura del desafío.
En primer lugar, los ingresos familiares del 45% de los hogares provienen del empleo informal, notablemente más redituable que el registrado. Tal incidencia de la economía en negro no ofrece una perspectiva alentadora para el futuro.
Gobernar y legislar exige abordar otras realidades tan importantes como el equilibrio económico.
La desigualdad es un fenómeno social que se observa en todo el mundo y es perceptible como un fenómeno nocivo para la credibilidad de las instituciones democráticas. En nuestro país hay muchos indicios de desequilibrio en la calidad de los servicios, los indicadores de ingresos, la salud pública, el rendimiento y la retención escolar, y las expectativas de futuro de los jóvenes. La fractura es notable cuando se comparan los registros de CABA y el Conurbano, o la Región Central y el Norte Grande.
La historia argentina muestra importantes avances en materia de derechos ciudadanos y del desarrollo de instituciones destinadas a garantizarlos. Al mismo tiempo, el retroceso registrado en la producción, la competitividad y el comercio exterior en el último medio siglo parece alejarnos de ese rumbo. Inciden muchos condicionantes externos por el cambio tecnológico y la evolución de las estructuras económicas, el comercio y la política internacional. Pero también es notorio el deterioro del interés y la eficiencia de la dirigencia argentina, guiada por ideologías e intereses mezquinos, que no contemplan un proyecto de país.
Construir una democracia no es fácil y exige convicción, capacidad de acuerdos y mucho trabajo. Y los que terminan pagando el costo de la negligencia son, siempre, los sectores de menores ingresos, vulnerables frente a la inseguridad y el desempleo, factores que dependen de la inteligencia estratégica y el compromiso moral de todos los poderes del Estado.