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Adiós a Ana Gloria Moya, una gran escritora y luchadora de la vida

Martes, 08 de octubre de 2013 01:55

Ana Gloria Moya era de esas personas que pasan por la vida llevándote de la mano, con vocación de guía. Pero nada de pasitos trémulos. Lo suyo era, definitivamente, el entusiasmo. Con esa energía contagiosa se subía a un avión para ir a México en busca de los testimonios de Chavela Vargas (su amiga con carne de leyenda), sobre quién estaba escribiendo una novela. O se embarcaba en la tarea de reunir a escritores salteños (por naturaleza dispersos), para animarlos a “asociarse” con la mirada puesta en el futuro. O, simplemente, revolvía una taza de té mientras contaba con ojos expresivamente grandes que acababa de perder una notebook en la que tenía escrita y guardada su última (y muy avanzada) ficción. Texto que, claro, iba a volver a empezar no bien se le pasara el espanto. Y se le pasaba rápido. Porque escribir estaba en su esencia. Descubrió esta pulsión allá por los 90, cuando publicó su primer volumen de cuentos “Sangre tan caliente y otras pasiones” y “La desmemoria” (1999). Su primera novela, “Cielo de tambores”, obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2002, un galardón entregado en México a autoras de lengua española de América Latina y el Caribe. A Ana Gloria Moya, abogada penalista, hija de libreros, este reconocimiento le generó un profundo compromiso con la labor literaria. También le abrió una puerta a la maravillosa cultura mexicana, país al que volvió varias veces, después de conocer en persona a Chavela. A partir de ese momento, Ana se embarcó en la tarea de reinventar el mundo. Con altibajos -la enfermedad se había empecinado en ponerle zancadillas-, produjo una nueva novela, “Semillas de papaya a la luz de la luna” (2008), y tenía siempre ahí, a golpe de horno, la gran novela de Chavela. En 2009, le contó a El Tribuno: “Para la portada del libro me gustaría una foto que le sacó Almodóvar, donde se la ve abrazada a una árbol enorme, en su pueblo, Tepoztlán”. Preciosa imagen, porque la Vargas era exactamente eso: energía brotando desde y hacia la tierra.

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Ana Gloria Moya era de esas personas que pasan por la vida llevándote de la mano, con vocación de guía. Pero nada de pasitos trémulos. Lo suyo era, definitivamente, el entusiasmo. Con esa energía contagiosa se subía a un avión para ir a México en busca de los testimonios de Chavela Vargas (su amiga con carne de leyenda), sobre quién estaba escribiendo una novela. O se embarcaba en la tarea de reunir a escritores salteños (por naturaleza dispersos), para animarlos a “asociarse” con la mirada puesta en el futuro. O, simplemente, revolvía una taza de té mientras contaba con ojos expresivamente grandes que acababa de perder una notebook en la que tenía escrita y guardada su última (y muy avanzada) ficción. Texto que, claro, iba a volver a empezar no bien se le pasara el espanto. Y se le pasaba rápido. Porque escribir estaba en su esencia. Descubrió esta pulsión allá por los 90, cuando publicó su primer volumen de cuentos “Sangre tan caliente y otras pasiones” y “La desmemoria” (1999). Su primera novela, “Cielo de tambores”, obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2002, un galardón entregado en México a autoras de lengua española de América Latina y el Caribe. A Ana Gloria Moya, abogada penalista, hija de libreros, este reconocimiento le generó un profundo compromiso con la labor literaria. También le abrió una puerta a la maravillosa cultura mexicana, país al que volvió varias veces, después de conocer en persona a Chavela. A partir de ese momento, Ana se embarcó en la tarea de reinventar el mundo. Con altibajos -la enfermedad se había empecinado en ponerle zancadillas-, produjo una nueva novela, “Semillas de papaya a la luz de la luna” (2008), y tenía siempre ahí, a golpe de horno, la gran novela de Chavela. En 2009, le contó a El Tribuno: “Para la portada del libro me gustaría una foto que le sacó Almodóvar, donde se la ve abrazada a una árbol enorme, en su pueblo, Tepoztlán”. Preciosa imagen, porque la Vargas era exactamente eso: energía brotando desde y hacia la tierra.

Ana Gloria había nacido en Tucumán en 1954, pero Salta fue su centro vital. Ayer la muerte la encontró en Buenos Aires, adonde había viajado para seguir dándole batalla a su larga enfermedad. Nos soltó de la mano, pero quizás la recuperamos abrazando al más fuerte de los árbo les.

 

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