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Machismo y debilidad

Jueves, 11 de julio de 2019 00:00

Días pasados tuve la suerte de volver a ver luego de muchos años, esta vez en el ciclo de cine dirigido por el cineasta Alejandro Arroz, el magnífico filme de Federico Fellini La Strada, de 1954, con las memorables actuaciones de Anthony Quinn y Giulietta Masina, producido por Dino De Laurentiis y Carlo Ponti.

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Días pasados tuve la suerte de volver a ver luego de muchos años, esta vez en el ciclo de cine dirigido por el cineasta Alejandro Arroz, el magnífico filme de Federico Fellini La Strada, de 1954, con las memorables actuaciones de Anthony Quinn y Giulietta Masina, producido por Dino De Laurentiis y Carlo Ponti.

Para algunos críticos es la obra cumbre de la etapa neorrealista del director, para otros, por el contrario, marca la salida de Fellini del neorrealismo, dado que privilegia lo individual y la subjetividad intimista por sobre la realidad social.

Ambientada en los años de posguerra, muestra a un artista callejero, un hombre brutal y rudo que recorre, en su motocicleta-carro, los caminos y pueblos de Italia representando su repetitivo espectáculo, alarde de fuerza física y virilidad (desata ante el público, con la potencia y el aire de sus pulmones, una cadena de hierro enroscada en su torso). Se autodefine "El hombre de los pulmones de acero".

La película comienza cuando por unas pocas monedas Zampanó (Anthony Quinn) compra a una joven a su madre que, sumida en la pobreza después de la guerra, la vende para poder alimentar a sus hijas más chicas. Zampanó adquiere a Gelsomina, de una evidente pureza e ingenuidad, de movimientos casi chaplinescos (Giulietta Masina) como si fuera un simple objeto al que luego, cuando ya no le sirve, dejará abandonada en un camino, en medio del frío. La había comprado porque era dócil y para que lo ayudara tocando el tambor o el clarinete en las presentaciones del número artístico. Él no repara en ella, se niega a contarle su historia y la trata rudamente, le grita con su vozarrón intimidante, la humilla, la esclaviza.

No obstante vivir y dormir los dos en el mismo motocarro, Zampanó no muestra signos de deseo sexual. No conversa con ella, no habla, la desprecia, solo se limita a darle órdenes. En su condición de hombre autosuficiente no se permite el amor que podría venir a descentrarlo y a presentificarle su propia debilidad e impotencia.

Es de suponer que de haberse enamorado Zampanó de Gelsomina podría haberla matado (nada es más peligroso para una mujer que un machista violento enamorado). De ahí que muchas mujeres anhelen que los hombres las quieran, pero no que las amen.

En el femicida, lejos de lo que supone el sentido común, no hay desamor, sino enamoramiento, debilidad yoica, no aceptación de la idea de que la amada pueda llegar a ser de otro, intolerancia a perderla. Quizá por ello Zampanó evita el vínculo afectivo.

En determinado momento grita: "No necesito a nadie, quiero estar solo".

Se podría pensar que en realidad no hay ser más débil e impotente (y a la vez más peligroso) que el hombre machista que por no tener autoridad, tiende a ejercerla a través de la violencia. Es que la única autoridad posible (tanto en el hombre como en la mujer) radica en el poder y convicción de la palabra. Podríamos asegurar: no hay otra autoridad que la de la palabra.

Es decir, autoridad y autoritarismo son términos disímiles, antagónicos. El autoritarismo, el maltrato, el sometimiento a la mujer, el alarde de fuerza y virilidad en Zampanó es el resultado de que su palabra no reviste autoridad alguna.

Prevalece más bien el miedo a la mujer, a lo que ella representa. Lo advierte uno de los artistas, más intuitivo y perspicaz, con el que Zampanó se cruza ocasionalmente en algunos de los circos ambulantes que los contratan, un equilibrista que se le burla y se ríe de su pantomima y de su semblante viril y que en determinado momento le dice a Gelsomina: "Zampanó es un pobre hombre".

La misma Gelsomina quizá lo sabe, pero por temor o por ingenuidad, por ternura o por lástima, se somete a su brutalidad. En realidad Gelsomina, aparentemente más débil, es quien lo protege y lo cuida. La verdad que le enrostra el equilibrista a Zampanó desata la furia de este, que lo corre intentando matarlo, pero termina preso por unos días y despedido del circo.

Casi al final del filme, Zampanó y Gelsomina encuentran al cínico equilibrista en una carretera cambiando un neumático de su automóvil. Zampanó detiene su moto y esta vez efectivamente lo mata a golpes de puño, luego altera la escena del crimen para que parezca un accidente.

Mata a quien le muestra su falta y su impotencia. Hay ahí un punto de inflexión que hace que Gelsomina, profundamente consternada y entristecida, ya no pueda seguir con las presentaciones y sea abandonada por Zampanó, que la deja tirada en un paraje solitario como se tira un traje en desuso o un objeto cualquiera. Mucho tiempo después el artista, en una de sus giras, oye a una mujer que está silbando la misma canción que Gelsomina tocaba en su clarinete.

Al preguntarle si había conocido a Gelsomina, la mujer le informa que esta era una tierna muchacha que había vivido en ese lugar, un ser inocente y angelical que cantaba y tocaba su clarinete y que lamentablemente ya había muerto.

En ese momento Zampanó, por primera vez, se permite la compasión y llora su ausencia. Todo el dolor de la condición humana se desploma de repente sobre su existencia, se desmorona su autosuficiencia de macho que no se permitió el amor por temor a desnudar su propia debilidad y a concebirse descompletado.

Crece la violencia

Hay aumento de la violencia allí donde los ordenamientos simbólicos declinan y la función mediadora de la palabra pierde su eficacia, una sociedad sumida en la barbarie donde recrudece hoy lo que, desde la antropología, suele denominarse feminicidio. El machismo es signo de la impotencia del hombre frente a la mujer, y, la violencia de género aflora en el machista cuando la mujer ya no está dispuesta a ser sometida y confinada al lugar de objeto o cuando aquel, a causa de haberse enamorado, no acepta perderla dado que la considera su posesión.

Este es el caso del cuento de Jorge Luis Borges "La intrusa": los hermanos Nilsen, criollos orilleros de Turdera, machistas brutales, que contra sus voluntades se han enamorado de la Juliana Burgos (a la que consideran solo un objeto al igual que el apero o la rastra), ante la imposibilidad de la posesión absoluta (ya que además han decidido compartirla y se celan entre ellos), la matan, para poder continuar realizando sin mayores conflictos sus vidas de hombres que se creen sin pérdidas.

En el machista predomina la fuerza física, el vigor por fuera de los ordenamientos simbólicos y del valor de mediación de la palabra, tal como se observa en Zampanó, de La Strada de Fellini.

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