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Los hornos y la travesuras de los duendes incordios 

En Salta hubo duendes famosos y también fantasmas y faroles que aterrorizaron a los lugareños.
Domingo, 22 de noviembre de 2020 02:14

El asunto está peleado. Hay quienes afirman que en el fondo de los hornos viven los secuaces de Mandinga, es decir, los diablos menores, cuya misión es merodear por la Tierra. Otros, en cambio, sostienen que son el hogar preferido por los duendes, esas traviesas criaturas que no pertenecen ni al reino de los cielos ni tampoco al infierno.
Para el criollo don Crescencio Ríos, un experto en el tema, la cuestión de la querencia de los duendes es sencilla. Según su saber, los diablos menores, enviados desde los quintos infiernos por don Lucifer para que gestionen todo tipo de tropelías y maldades, habrían elegido como hogar de tránsito los hornos de calor casi permanente. Por ejemplo, donde se quema la cal, se cocinan ladrillos, se seca tabaco o en los hornos de las viejas panaderías, es decir, donde las altas temperaturas se conservan por un tiempo prolongado. El lugar ideal para estos satanaces serían las bocas de los volcanes, pero como se encuentran lejos de los poblados, sitios donde ellos deben hacer sus canalladas, se ven forzados a buscar guaridas en los fogones que el hombre se ingenió.
En cambio, los duendes -decía el perito sancarleño- son muy afectos a aquerenciarse en las leñeras, bajo las sombras enconosas de las higueras viejas, en los huecos de los grandes y añosos árboles, en los caserones abandonados, en el fondo de las patillas de las viejas cocinas a leña y en los hornos en desuso.
Por eso, el hombre, y con el ánimo de mantener alejados a estos incordios, acostumbraba a destruir los hornos obsoletos, costumbre que solían conservar los panaderos de antaño. Ellos nunca querían tener en su cuadra de trabajo un horno en desuso, pues de seguro que se les iba a aquerenciar un duende que les haría la vida imposible. 
Ya sea agriando la masa, quemando el pan o haciéndolo machar al “maistro” panadero y también al horneador. Igual proceder tenían -muchos aún lo tienen- los campesinos vallistos, quienes por creencias heredadas, destruían sus hornos cuando cambiaban de lugar.
Hecha esta aclaración, nos ocuparemos de los más famosos duendes que hasta no hace mucho vivían en el interior de los hornos abandonados, ya sea de panadería, caleras, de ladrillo, en las viejas estufas de tabaco o en sus respectivas leñeras.

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El asunto está peleado. Hay quienes afirman que en el fondo de los hornos viven los secuaces de Mandinga, es decir, los diablos menores, cuya misión es merodear por la Tierra. Otros, en cambio, sostienen que son el hogar preferido por los duendes, esas traviesas criaturas que no pertenecen ni al reino de los cielos ni tampoco al infierno.
Para el criollo don Crescencio Ríos, un experto en el tema, la cuestión de la querencia de los duendes es sencilla. Según su saber, los diablos menores, enviados desde los quintos infiernos por don Lucifer para que gestionen todo tipo de tropelías y maldades, habrían elegido como hogar de tránsito los hornos de calor casi permanente. Por ejemplo, donde se quema la cal, se cocinan ladrillos, se seca tabaco o en los hornos de las viejas panaderías, es decir, donde las altas temperaturas se conservan por un tiempo prolongado. El lugar ideal para estos satanaces serían las bocas de los volcanes, pero como se encuentran lejos de los poblados, sitios donde ellos deben hacer sus canalladas, se ven forzados a buscar guaridas en los fogones que el hombre se ingenió.
En cambio, los duendes -decía el perito sancarleño- son muy afectos a aquerenciarse en las leñeras, bajo las sombras enconosas de las higueras viejas, en los huecos de los grandes y añosos árboles, en los caserones abandonados, en el fondo de las patillas de las viejas cocinas a leña y en los hornos en desuso.
Por eso, el hombre, y con el ánimo de mantener alejados a estos incordios, acostumbraba a destruir los hornos obsoletos, costumbre que solían conservar los panaderos de antaño. Ellos nunca querían tener en su cuadra de trabajo un horno en desuso, pues de seguro que se les iba a aquerenciar un duende que les haría la vida imposible. 
Ya sea agriando la masa, quemando el pan o haciéndolo machar al “maistro” panadero y también al horneador. Igual proceder tenían -muchos aún lo tienen- los campesinos vallistos, quienes por creencias heredadas, destruían sus hornos cuando cambiaban de lugar.
Hecha esta aclaración, nos ocuparemos de los más famosos duendes que hasta no hace mucho vivían en el interior de los hornos abandonados, ya sea de panadería, caleras, de ladrillo, en las viejas estufas de tabaco o en sus respectivas leñeras.

El Duende del Cañón

Uno de los duendes más famosos de las panaderías salteñas fue, sin duda alguna, el que a principios del siglo pasado se aquerenció en la fábrica fundada por el español don Domingo García. Su panificadora se llamaba El Cañón y estaba en la Urquiza al 800, a media cuadra del mercado San Miguel. Ahí, en esa inmensa cuadra que tenía la panadería, un día echó raíces la criatura que todo el mundo conocía como el Duende de El Cañón. Nunca se supo cuándo tomó posición de ese solar, pero sus fechorías fueron harto famosas, a punto tal que muchas de ellas llegaron hasta nuestros días.
Como la panadería estaba emplazada en un terreno que se extendía hasta el corazón de la manzana, don Domingo había instalado una zorra que corría sobre rieles desde la vereda de la Urquiza hasta el fondo, donde había instalado un depósito de harina. Uno de los entretenimientos predilectos del maldito era jugar con la zorra a deshora. 
Y los días feriados, cuando el personal no estaba, la hacía correr a toda velocidad de una punta hasta la otra. Y en ese ir y venir hacía un ruidaje espantoso que enloquecía tanto a don Domingo, que vivía en la parte de adelante, como a todo el vecindario.
Los domingos, día que detestaba el maldito, la cosa se ponía peor, pues ya no se contentaba con pechar ida y vuelta la catramina, sino que, además, la hacía chocar con violencia contra el inmenso portón de madera de la calle. Pese a que una y mil veces se trató de agarrarlo in fraganti, nunca se pudo dar con él, pues al primer ruido de cerradura o tranca, se hacía repelús.
García, ya cansado de las hechurías del duende, resolvió un domingo dejarle recargada la zorra. La noche antes le puso encima varias bolsas de harina, creyendo que el duende nunca la podría mover, ignorando que estas criaturas tienen más fuerza que una yunta de bueyes. Y así fue que llegó el domingo y, cuando todos creían que la zorra no se movería, esta comenzó a deslizarse como si nada. Al ir a ver qué pasaba, el dueño se dio con que el sabandija no sólo se había dado el gusto de llevar la zorra de un lado para el otro, sino que encima se había puesto a desparramar toda la harina a lo largo del corredor.
Pero lo peor de este duende no era entretenerse con la zorra, sino hacerle tomar alcohol al personal nocturno de la panadería. Los embriagaba y luego les daba unas pateaduras fenomenales, siendo el maistro horneador el que más seguido cobraba. Al resto del personal, vuelta a vuelta, lo emborrachaba hasta que los hombres se caían y de esta forma lograba que la masa se fermentara o que los panes del horno salieran hechos carbón.
Así fue que un día don Domingo, ya cansado de las iniquidades del duende y, más que todo por las pérdidas que le estaba causando, resolvió consultar con un experto para ver cómo podía sacarse de encima al enano maldito. En la primera audiencia con el perito en duendes, éste le preguntó si en sus instalaciones había algún horno abandonado o en desuso, ya que por lo general estos sabandijas los toman de querencia. 
Y como la repuesta de García fue positiva, de inmediato, el experto le ordenó demoler la bóveda abandonada. La receta resultó un éxito, pues a los pocos días el duende desapareció de los lugares que solía frecuentar y la zorra no se volvió a mover ni de noche ni los domingos.
No obstante, al poco tiempo, se supo que el granuja ya estaba aquerenciado en las inmediaciones nomás. Se había conseguido una patilla en desuso del Mercado San Miguel, pues comenzaron las quejas de los puesteros. Decían que, de noche, alguien corría los carros y las jardineras que quedaban estacionadas en el lugar. Ese alguien no podía ser otro que el duende. Desde entonces la gente comenzó a llamarlo el Duende de San Miguel, apodo que nunca le gustó pues odiaba a los santos, pero más que todo a los santulones. Quizá por esa razón, el duende con sus travesuras les hacía hervir la sangre de rabia a los puesteros y a los agentes de la comisaría del mercado. 

El duende ladrillero

Otro duende muy renombrado en la Salta del siglo pasado fue el que se había aquerenciado en los recovecos de la calle Catamarca al mil, donde estaban las barrancas del río Arias. Ahí, en esa zona que aún conserva un pronunciado desnivel, había unas cortadas de ladrillo. 
Los peones ceramistas contaban con abundante agua y tierra arcillosa, apta para fabricar ladrillos, tejas, tejuelas, baldosas y baldosones. Y también tenían una cancha donde armaban los hornos para cocinar con leña el material que con sus manos lograban moldear.
Y así, a medida que iban extrayendo tierra de las barrancas, dejaban huaicos y socavones que sirvieron para que se alojara un travieso duende que la gente bautizó como el Duende ladrillero aunque, a decir verdad, nunca hizo un adobe, sino que más bien su especialidad era sacarles canas verdes a los peones ladrilleros, tejuelos o baldosistas.
La travesura preferida por el mequetrefe era dejar pisadas en las cerámicas que los peones colocaban a la intemperie para que se oreen. No bien las veía ordenadamente puestas en la cancha, de inmediato se acercaba sigilosamente y, dando pequeños brincos, iba dejando sobre ellas rastros de perro o de criaturas cristianas, pese a que usaba unas botas inmensas.
Otras veces incitaba a los perros para que dejasen pisadas en los cerámicos, logrando de este modo que los peones les asestaran terribles pateaduras a cualquier caschi que osara cruzar por el lugar. 
Pero, además de estas dañineadas, su jugarreta preferida era llenar con barro las pertenencias que los peones usaban para ir desde sus humildes casas hasta el trabajo. Lo que hacía el sabandija era colocarles barro en el calzado y en los bolsillos de la ropa, logrando que en segundos la peonada entrara en furia, haciendo que al mequetrefe lanzara a campo abierto sonoras risotadas ventrílocuas, por lo que nunca podía ser ubicado. 
Y, por supuesto, todas estas maldades hicieron que los ladrilleros un día resolvieran cortar por la sano y ahuyentar para siempre a semejante alimaña. Para ello, echaron mano al consejo de un viejo manosanta: pusieron porquería de perro en los alrededores de todos los huaicos y socavones y lograron que en pocos días el sabandija abandonara para siempre el lugar y dejara de hacer daño. Según aquel sabio curandero, el duende tiene una debilidad: no soporta el olor del ajo y tampoco de la porquería, sea cristiana o animalesca. 

El duende calero

Finalmente, daremos noticias del famoso duende mercedeño que solía travesear en los hornos caleros abandonados cerca de La Falda de Perettí. Ese duende fue muy conocido y, según se decía, era el que le había enseñado a pelear a los cabezazos a Chiquilo, un criollo que ya se fue y que aún se lo extraña en el límite entre Cerrillos y La Merced. 
Según dicen, en la vieja casa de Chiquilo, bajo esa morera coposa que todavía cobija un horno de barro, vive aquel legendario duende calero, del cual hablaremos en otra ocasión por falta de espacio. 
 

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