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Eva, las ilusiones, los sueños y el amor

Domingo, 26 de julio de 2020 00:00

Eva Duarte caminaba despacio. Miraba su silueta en los escaparates. Parecía un gorrión. A veces ni los vidrios la reflejaban. Siempre tan flaca, y tan helada, como decía Pierina Dealessi.

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Eva Duarte caminaba despacio. Miraba su silueta en los escaparates. Parecía un gorrión. A veces ni los vidrios la reflejaban. Siempre tan flaca, y tan helada, como decía Pierina Dealessi.

Las vidrieras a esa hora despedían un brillo púrpura.

Había bajado por Florida hasta Avenida de Mayo, se hundió por Perú hacia Avenida Belgrano, siguió hasta San José donde estaba Editorial Claridad que le traía un extraño recuerdo, después subió por Sarandí. Esas calles habían sido su mapa cuando llegó a Buenos Aires.

La tarde de primavera la invitaba a caminar.

Unas cuadras más allá, en Avenida Independencia, había conocido a Emma Nicolini. Tantos recuerdos. Volvió sobre sus pasos hasta Yrigoyen, esa calle con enrejados, gris y misteriosa que sería tan importante en su vida. Pensar que tanta gente la había ayudado a hacer su destino, como los Nicolini que la ayudaron a conocer a Perón, porque hubo varios que contribuyeron, desde el coronel Mercante a Homero Manzi, el poeta.

De pronto un ahogo le cerró la garganta. Era la primavera.

El polen de los árboles de Buenos Aires, la humedad pegajosa del aire le recordaba algunas tardes de Los Toldos cuando era muy chica, pero ahora la primavera también le devolvía algo de los aromas perdidos: de azahares, jazmines y magnolias en los jardines del pueblo, de multiflores y campanillas en los alambrados, de azucenas y dalias en los patios, y de claveles y violetas en macetas andaluzas ...Y el perfume del agua de Colonia y del agua de jazmines de la abuela Petronia, perfumes, perfumes, le gustaban tanto.

Ella era un perfume, le había dicho Perón, una rosa en su cúspide. Ayer naciste y morirás mañana, una rosa.

Miró Celia una rosa que en el prado

ostentaba feliz la pompa van

y con afeites de carmín y grana

bañaba alegre el rostro delicado.

Se hacía tarde. Había llegado a Callao y Sarmiento. Tantos recuerdos como cuando bajaba por Sarmiento hasta Maipú y caminaba hasta Lavalle a la confitería La Estrella o cuando volvía hasta Corrientes a La Real. Y el frío de los inviernos en Buenos Aires, apenas la abrigaban las medias de seda y la boina de lana, apenas. Pero tomaba un café con leche.

Y las luces de Corrientes, las luces. Ahora podía ser una gran actriz, pero el destino que ella se había construido le exigía otra cosa. Diez años la separaban de su llegada a Retiro en el 35. Había conocido a Perón en el noveno año. Nueve círculos había caminado, nueve colinas como en el Infierno y en el Purgatorio.

Era el 22 de enero del 44 cuando Manzi le señaló una silla vacía al lado del coronel Perón en el Luna Park (¿o fue Domingo Mercante?). Y el 22 de octubre se casarían, octubre, el mes de Perón, octubre, de ocho, mes octavo de Roma. Él le había dicho algo del 8 y del 4, dobletes, y del 22, mitad de 44, al año mágico del encuentro. Entonces ella se acordó que su padre Juan Duarte había muerto el 8 de enero de1926. Le dijo eso a Perón. Él se quedó pensativo. Después encendió un cigarrillo y le acarició el pelo, rubio, tan rubio y tan pálido como el de una Colombina.

Recitó mentalmente los versos de Arrieta:

Era una niña blanca, bella y fina

Y anémica, como una Colombina

De labios rojos y óvalo amarillo...

Y al ofrecerme el precio de su cena

Se fugaron las rosas del cestillo

Hacia sus dos mejillas de azucena.

Él cumplía años en octubre, primavera en el hemisferio sur, y era de Libra, tan equilibrado y cerebral y ella de Tauro, pura voluntad, tozudez de vasco, claro, si tenía vascos por los costados de Ibarguren y Duarte, él en cambio tenía de criollos y de indios por los Sosa, de sardos por los Perón y de escoceses por la abuela Hughes Mackenzie. Como todo argentino, le había dicho él.

Y octubre significaba mucho en la Argentina. El 17 de octubre.

Pensar que Alfonsina Storni se mató en octubre del 38, igual que Potota Tizón, su primera mujer, le dijo Perón. Potota no se mató pero se murió de cáncer, se murió en septiembre del 38. A los 30. Vivió 10 años con él. Potota murió en septiembre del 38. Morir en primavera. Si hubiese sido invierno o verano, como con su padre Juan Duarte. Pero primavera, octubre. A ella le gustaba el verano, el verano le había traído a Perón, en lugar de su padre que se fue en el verano, que se había ido mucho antes, cuando apenas nació ella.

El verano, qué sueño de verano. Había llegado a Buenos Aires en el verano del 35, el año de la muerte de Gardel. (...) Se iba a casar. 

Pensar que su madre nunca llegó a ser la señora de alguien y no pudo llevar el apellido del padre de sus hijos. Siempre sería doña Juana a secas, doña Juana Nadie, como Juan Nadie. Nadie era su madre. Ibarguren, le dijo una voz. Ibarguren basta y sobra. Ya ves, Evita, te bastó y sobró para casarte con el coronel y te alcanzó para otras cosas más, dijo la voz, te bastó para pelearla en Buenos Aires y hacer las giras de teatro al interior, los radioteatros en Radio Mitre y en Radio El Mundo, cuando formaste tu propia compañía, en Radio Belgrano y ganar dinero para irte a un departamento en Barrio Norte, en la calle Posadas y para comprarte una casa, para crear la Asociación Radial Argentina y organizar las campañas solidarias y recorrer la ciudad en taxi para ayudar a los pobres como vos. Te alcanzó para ir a las reuniones de los gremios de izquierda y leer las ediciones baratas y los diarios socialistas. Entonces conociste a Joaquín, el poeta que te pasaba los libros y las revistas de Editorial Claridad, que quedaba en San José al 1600. Joaquín era linotipista y odiaba, como vos, la injusticia. (Después vio algunos libros de Claridad en la biblioteca de Perón). 

La voz cesó. 

Se acordó de nuevo de doña Juana. La imaginó el día de su casamiento, mirándola orgullosa y triste porque ella, Juana Ibarguren, que tanto había amado a Juan Duarte, no se había podido casar con él. El 22 se convertiría en la señora de Perón y en la Primera Dama de la Argentina porque él ganaría las elecciones de febrero, para eso ella trabajaba desde la radio, leyendo los textos de Muñoz Azpiri. 

Llegó al Congreso. Empezaba a refrescar. Pensó otra vez en Junín y en General Viamonte y se acordó de las tardes en que jugaba al circo con Juancito y Erminda, debajo de los paraísos y se acordó también del piano de lata que le hizo su hermano, porque ella iba a ser una artista, y le pareció ver la imagen de Juancito que se iba corriendo por el terraplén, por las vías saturadas de mariposas blancas y rosadas. 

Siempre había mariposas en Los Toldos, que bebían de los charcos después de las lluvias y en Junín también, en los focos de luz de las esquinas, mariposas y langostas y coleópteros y cigarras y bichos de luz, mariposas de la noche que dejaban quemar sus alas. Cómo miraba a esos pobres seres calcinados por los destellos, hechos hilachas en el suelo, entre las piedras, acorralados por las pisadas y las ruedas de los vehículos. Los insectos venían de los trigales, de los campos de pastoreo, de los tambos, de los alfalfares y maizales, venían de los guadales de la llanura y se morían en las calles del pueblo.

Acá en Buenos Aires solamente había moscas y polillas. 

En el Paraná vio tantos insectos y mariposas, cuando estuvieron refugiados antes del 17 de octubre. Fueron días bellos, a pesar de la situación. Perón le mostraba el cielo y le hablaba de las constelaciones, de la luna y la Cruz del Sur. En la Patagonia, le había dicho, los gauchos se guían por las estrellas. Mi padre, Mario Tomás Perón era un gran conocedor de todo eso. Admiraba a los criollos, por eso me regaló el Martín Fierro, para que no me olvide de mi origen, me dijo. 

Siempre el padre. Al comienzo y al fin el padre. 

Él siempre terminaba hablando de la Cruz del Sur. Qué noches estrelladas en Los Toldos. La pampa es un mar de estrellas (Yo hago en el trébol mi cama,-y me cubren las estrellas). La pampa y el recuerdo de Coliqueo y el eco de alaridos y malones y caciques que roban a cautivas blancas como la abuela Ana Hughes Mackenzie de Perón. 

El cielo en el sur, Chinita, es un mar de estrellas, le dijo Perón. 

Cuatro años después, en el yate Tequara, reviviría esos días de naturaleza en el delta. Pero para entonces la historia y la historia de su cuerpo habrían cambiado. Desde las orillas del Paraná, las multitudes los saludarían y ella, que iba a recuperar por poco tiempo sus colores, les contestaría desde la cubierta. 

Mirá la Cruz del Sur, le diría él nuevamente.

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