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Jóvenes sin rumbo: cuando la guerra se convierte en una oferta laboral

La falta de empleo, la desesperanza y la promesa de una paga en dólares empujan a cientos de jóvenes latinoamericanos a alistarse en la guerra entre Rusia y Ucrania. Muchos no regresan. La guerra, ese infierno lejano, se ha transformado en un mercado de trabajo precario y mortal.
Martes, 04 de noviembre de 2025 07:35

En el mundo hay empleos que matan, pero pocos tan literalmente como éste. Jóvenes de Colombia, Brasil, El Salvador, y ahora también de Argentina, cruzan océanos para enrolarse en una guerra que no les pertenece. No lo hacen por ideología, ni por patriotismo. Lo hacen por dinero. Por sobrevivir. Por la promesa de un sueldo que, comparado con la falta de oportunidades en casa, suena a salvación. Pero en el frente, la paga se convierte en epitafio.

La guerra entre Rusia y Ucrania se transformó en un nuevo destino laboral para miles de latinoamericanos que buscan un horizonte que sus países no les ofrecen. No hay romanticismo en esta decisión. Hay hambre, de futuro y de estabilidad. Y hay propaganda a través de videos en TikTok, avisos en grupos de WhatsApp, y promesas de 550 a 1.100 dólares mensuales por “servicios” en zonas de riesgo. Algunos lo comparan con un trabajo en una fábrica. Pero allí no hay plan médico, ni sindicato, ni regreso asegurado.

No es nuevo el fenómeno de los mercenarios latinoamericanos. Durante años, agencias de seguridad en Estados Unidos reclutaron jóvenes de bajos recursos para conflictos en Medio Oriente, a cambio de una green card o becas de estudio. Pero lo que antes era un tanto disimulado, hoy se promociona sin pudor. Como si la guerra fuera una empresa más, una oportunidad “internacional” para jóvenes sin rumbo.

El testimonio reciente de un colombiano en la W Radio es brutal en su honestidad. Andrés, que fue soldado en su país, contó cómo se alistó tras ver un video en redes sociales.Vine por plata, por mi familia. Mi patria es el bienestar de los míos”, dijo. Firmó un contrato con el ejército ucraniano, entregó sus datos, y en pocos días estaba en la línea de combate. Lo entrenaron apenas una semana. “Nos mandan con uno o dos ucranianos, pero cuando los batallones son solo de colombianos, el apoyo es poco. Si caés, quedás tirado”, relató. Su voz suena cansada, resignada, pero sin odio. “Aquí no hay buenos ni malos. Hay vivos y muertos”.

La guerra como alternativa económica

Ese es el corazón del problema. La guerra como alternativa económica. La desesperación de quienes ya no creen en el trabajo, ni en la educación, ni en la posibilidad de progreso en sus países. Jóvenes que crecieron en un continente donde el mérito parece un chiste cruel. Donde un salario digno es un sueño, y la estabilidad, un privilegio. ¿Qué futuro se les puede exigir, cuando se les ha negado casi todo?

Muchos de estos “soldados por contrato” no tienen formación militar. Apenas saben manejar un arma. Algunos, ni eso. Pero la adrenalina, la idea de ser parte de algo “grande”, o de “empezar de nuevo en Europa”, los arrastra. Algunos imaginan que podrán quedarse allí, conseguir papeles, rehacer su vida. Pocos lo logran. La mayoría no regresa. Y los que sí, vuelven con heridas físicas y psicológicas imposibles de traducir en ningún currículum.

El sistema que los recluta, para cualquiera de los bandos, es perverso. Se presenta como un contrato laboral, con beneficios y cláusulas. Pero, algunos soldados aseguran que es una trampa. Descubren demasiado tarde que su vida vale menos que el fusil que cargan. La corrupción, el idioma y la falta de información los dejan indefensos. No hay junta médica si resultan heridos, ni compensaciones por invalidez. Si sobreviven, deben pagar abogados para reclamar derechos que no les fueron reconocidos. Y si mueren, sus cuerpos rara vez regresan. Son números. Carne de guerra.

A la distancia, todo parece ajeno. Ucrania y Rusia suenan tan lejos que casi no existen en el mapa emocional de América Latina. Pero la globalización también hizo de la muerte un negocio global. Hoy, desde el celular, un joven puede postularse para una guerra con la misma facilidad con que busca empleo en una app de delivery. Solo cambia el riesgo, en uno, te explota el teléfono; en el otro, una granada.

No se trata solo de juzgar a quienes se alistan. Se trata de entender el contexto que los empuja. De preguntarnos por qué un joven prefiere morir en un campo de batalla desconocido antes que intentar vivir en su propio país. De mirar más allá de las fronteras y ver que el problema no es Ucrania o Rusia, sino nosotros, nuestras economías quebradas, nuestros gobiernos indiferentes, nuestros sueños hipotecados.

La guerra disfrazada de trabajo digno

En el fondo, estos jóvenes son el espejo más cruel de un sistema que falló. Que prometió oportunidades y entregó miseria. Que repite el discurso del “esfuerzo y la superación” mientras los expulsa hacia los márgenes. Y en esos márgenes, la guerra aparece disfrazada de trabajo digno, con salario en dólares y “beneficios”, como si la muerte fuera un oficio más.

Alguna vez la juventud soñaba con viajar para estudiar, para aprender, para construir. Hoy, muchos viajan para pelear, matar y morir.

En esa tragedia silenciosa hay algo más que desesperación, hay una redefinición del valor de la vida misma. Una generación entera aprendiendo que la vida se puede vender al mejor postor, si el postor paga en moneda fuerte.

Quizás sea hora de preguntarnos qué clase de mundo estamos construyendo cuando la única salida para un joven latinoamericano es empuñar un arma en una guerra ajena. Porque si la guerra se convierte en empleo, entonces hemos perdido mucho más que la paz. Hemos perdido la esperanza.

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