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La izquierda en su laberinto

Un profundo desencanto por promesas incumplidas de justicia y prosperidad impulsó el cambio político.
Sabado, 27 de diciembre de 2025 06:35
José Antonio Kast ganó con un discurso contra la inseguridad
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Por María Quintana

Egresada del Bachillerato Humanista. Licenciada en Comunicaciones Sociales. Medalla de Oro Universidad Católica de Salta. Columnista de diversos medios salteños. Certificate en Políticas Públicas, Georgetown University, Estados Unidos de América.

Un sabio e incomprendido profesor del entonces glorioso Bachillerato Humanista (católico hasta el tuétano, aristócrata de espíritu y de cuna, versado en encíclicas y liturgias más que cualquier sacerdote) solía despotricar contra cualquier variante del comunismo al que consideraba "intrínsecamente perverso", entornando los ojos como poniendo de testigo al cielo, catapultando así su palabra a dogma universal, Condescendiente, con la ironía que manejaba, agregaba sotto voce "quien no es socialista de joven, no tiene corazón pero quien sigue siéndolo de grande, no tiene cerebro".

Hubiera sido alucinante poder escuchar su opinión sobre la caída del Muro de Berlín, pero el querido profesor ya se había jubilado, los alumnos, egresado y el mundo, cambiado para siempre.

En efecto, el 9 de noviembre de 1989 multitudes enardecidas de alemanes orientales envalentonados por el viento de la Perestroika derribaron el Muro que había partido a Alemania durante casi 3 décadas. Caía con él lo que Churchill llamó la Cortina de Hierro que dividía el mundo en dos bloques: el capitalista de EEUU y sus aliados y el comunista de Rusia y sus satélites.

Fue entonces que se unificó Alemania, se atomizó la Unión Soviética, el mundo buscó reformularse y André Malraux observó con su proverbial agudeza "Curiosa época ésta... ¿Qué dirán de nosotros los historiadores del futuro? La izquierda ya no es la izquierda, la derecha no es más la derecha y el centro no está en el medio". En la confusión que sigue a la caída de parámetros también Francis Fukuyama publicó su artículo "¿Es el fin de la Historia?", anticipo del libro de casi el mismo nombre donde reivindicaba la superioridad de la democracia liberal sobre cualquier sistema, supremacía que venía de su propia naturaleza, fértil en derechos y pródiga en oportunidades. Entre líneas sugería que cualquier sistema opuesto, antidemocrático y asfixiante, colapsaba por deméritos propios y no porque algún "imperialismo" lo tumbara.

A la fecha, Vargas Llosa salía de la barahúnda de su campaña presidencial. Con la derrota recuperó la calma y (mientras atesoraba para siempre en su escritorio un pedacito del Muro como símbolo de libertad) se indignó con la simplificación grosera que buscó desmerecer a Fukuyama: "En cuanto al colapso del comunismo, tenía razón. Los regímenes comunistas que sobreviven son caricaturas y espantajos del viejo sueño que desencadenó tantas revoluciones y por las que se hicieron matar millones de personas en todo el mundo. En América Latina, por ejemplo y durante más de medio siglo, jóvenes de un confín a otro se fueron a la montaña a construir su paraíso comunista, dándole el pretexto ideal a los regímenes militares para afianzarse y perpetrar las atroces matanzas que conocemos. Sólo ahora el continente de las esperanzas siempre frustradas se da cuenta de lo equivocados que estaban los imitadores de Fidel Castro y sus barbudos… ¿o es que alguien en su sano juicio cree todavía que Cuba, Venezuela, Nicaragua o Corea del Norte son un modelo a imitar para conseguir justicia y desarrollo para un país? El puñadito de fanáticos que se aferran a esta fantasía delirante es la mejor demostración de la irrealidad en la que viven".

Ni Fukuyama imaginó las nuevas perfidias que, desde adentro, buscarían socavar la democracia desenmascarando a sus traidores ni Vargas llegó a ver la entronización de la Libertad como quería. Y tal vez tarde demasiado o nadie la vea nunca porque, quizá, esa preminencia actual no es sólo la consecuencia de un avance arrollador de la derecha sino también producto del desencanto y hastío de los votantes ante el brete en el que la propia izquierda se encuentra y del que no sabe cómo salir, apolillada por dogmas de otra época que han desembocado en fracasos que no atina a revertir y que, sin contrición, ensaya una y otra vez volviendo a naufragar.

En Europa, la derecha gobierna varios países y es el primer partido de oposición en Alemania, Francia y Portugal. En América Latina (contando el reciente triunfo -60%- de José Antonio Kast en Chile) ya son once los países donde ha triunfado mientras la izquierda gobierna en seis y no en todos de manera democrática.

En ese milagro que se llamó Europa fue donde Cayetana Álvarez de Toledo recogió el guante para defender la democracia liberal y exaltar la mayor conquista de Occidente: el ciudadano, producto de la Libertad. Profesora de Historia por la Universidad de Oxford, Álvarez de Toledo partió de la convicción de que es necesario defender urbi et orbe las conquistas seculares de la democracia liberal que no pueden quedar en jaque por la idolatría de la identidad, el revanchismo social, el nacionalismo exacerbado o la ideología de género y todo sustituto que "contra la discriminación de algunos promueva la discriminación de otros". La ahora diputada española por el PP sostiene sin eufemismos que "En mayo del 68, la izquierda y toda su capacidad dogmática y de prescripción convirtieron al colectivo identitario -mujer, homosexual, musulmán, negro, oso polar- en el nuevo sujeto revolucionario en reemplazo del obrero al que el comunismo había destruido. Para reemplazar su relato, destruido en los gulags y sepultado bajo los cascotes del Muro de Berlín, la izquierda resucitó el flagelo identitario. A lo peor de sí misma sumó lo peor de la vieja derecha reaccionaria, encendiendo una nueva mecha regresiva que prendió con fuerza en las universidades de EEUU, cunas del sentimentalismo y la sobreprotección".

Se puede argumentar que la derecha coquetea también con algún flagelo y, aún así, triunfa. Es cierto, pero podría inferirse que la derecha triunfa porque no tiene antagonista válido y no lo tiene porque el problema de la izquierda no es la derecha sino la izquierda misma.

No alcanza con argumentar que para la derecha es más fácil conseguir un líder porque es emotiva y sensiblera en tanto que suponen que la izquierda es racional y analítica. Falso: en todo caso, ambas pueden ser tan racionales como emotivas y un líder siempre es difícil de hallar. Las arengas patrioteras y provocaciones altisonantes pueden darse en ambas trincheras. Pero es privativo de la izquierda invocar el bienestar del campesinado o su sucedáneo (bienestar que no llega nunca), la liberación de los pueblos (que siguen sojuzgados) mientras la indignidad de carecer de servicios básicos se prolonga porque se priorizan aberraciones lingüísticas que no solucionan la vide ni el future de nadie.

También la desatención y abandono de derechos básicos como salud, seguridad, agua potable, cloacas y educación condena a millones de personas a una abyecta pobreza porque los ignoran por atender una supuesta cruzada a favor de los derechos LGBTQ, comunidad a la que sus grandes ideólogos mandaban exterminar (el Che perseguía a los homosexuales y los confinaba a trabajo forzado para "recuperarlos" y Stalin criminalizó la homosexualidad e implantó campos de reclusión). Y por las sospechas o certezas de corruptela generalizada que enriquecen a las cúpulas a costa de vacunas o jubilaciones mientras la gente muere de hambre ante la inacción de los alte kameraden. Prometieron luchar contra la desigualdad y la aumentaron. Prometieron liberar al pueblo y lo sojuzgaron. Prometieron terminar con la pobreza y la profundizaron. Y siguen prometiendo paraísos de prosperidad que, saben, no pueden alcanzar.

El desengaño convirtió las banderas que enarbolaban en boomerangs que aniquilaron su credibilidad. Claro que hay todavía honestos dirigentes de izquierda, pocos pero decentes e idealistas, a quienes su número no les permite cambiar nada y, aún así, dedican su vida a militar para dar testimonio de que la solidaridad existe y la fraternidad es valiosa… mientras los partidos mayoritarios gobiernan en beneficio propio e instrumentan las políticas fracasadas de los regímenes izquierdistas que impiden el crecimiento. Y lo hacen camuflándose, vergonzantemente, con sensibilidades que desconocen para alcanzar el physique du rôle requerido por el laberinto de contradicciones en que se enquistan para medrar en su propio provecho, olvidando sus promesas de moralizar la vida cívica que terminan degradando aún más y que moldean a su antojo a través de recortes que hacen sobre la realidad.

Así, las violaciones a los DDHH que ocurren en operativos antiterroristas se dan con títulos catástrofe mientras nada se dice de las ejecutadas en nombre de la revolución o de quien incita a reemplazar el voto por la ametralladora. Julio Cortázar, el enorme escritor de "Todos los fuegos el fuego", llegó a decir que había que distinguir entre dos clases de injusticia: la que se comete en un país socialista y es un mero accidente de ruta que no compromete al sistema y la que se comete en un país capitalista que es un crimen de lesa humanidad. Sesgos que se multiplican: quienes aplaudían a rabiar el swap con China porque fortalecía las reservas del país, vilipendian hoy el swap con EEUU porque las debilita. Al final, alguien desprevenido no sabe ya si una violación a los DDHH es un delito o una vindicación; si una injusticia es un atropello o un desagravio o si un swap es una ayuda o una claudicación imperialista.

Y como si tanta zozobra fuera poco, hay que lidiar con las graves consecuencias educativas y emocionales que dejó la pandemia y la obligatoria conciencia de la finitud de la vida y la angustia de pensar en perderla acaso sin darte cuenta y apresurarse a disfrutar ahora, que se puede, a manos llenas, mientras hay vida; el famoso "carpe diem" que "La Sociedad de los poetas muertos" rescató del fondo de la Historia, de una oda que -en el S.I- el poeta Horacio le dedicó a su amada, aconsejándole aprovechar el día y no confiar en el mañana, lo que -forzando un poco el sentido de las palabras- significa "carpe diem quam minimun credula".

Y entonces la gente vota para ver si esta vez acierta. Y viaja porque tal vez después no viaje nunca. Y gasta con las tarjetas explotadas porque tal vez mañana esté en el más allá y no haya tarjeta que valga. Y vota a desconocidos que prometen sólo no complicarle la vida, destruir la inflación que aletarga y eleva el estrés y la angustia, no hacer negociados con las vacunas que podrían haber salvado tantas vidas, no indultar a quienes se llevaron puesto el país en bandolera y no esquilmarlos con impuestos cuyo destino final no va a infraestructura, ni a hospitales ni a escuelas sino a exóticos paraísos fiscales. Y, sobre todo, elige lo desconocido porque lo conocido espanta y lo ya ensayado apesta.

Y mientras hace todo eso y la bendita globalización le acerca el mundo en vivo y en directo, sin dilaciones y en forma instantánea, el ciudadano se ve emplazado a comparar las imágenes de un Sarkozy atónito por su propia situación al salir detenido de su casa en uno de los barrios más exclusivos de París, forzándose a la circunspección a la que el cargo que ejerció lo obliga, saludando con dignidad y leves inclinaciones de cabeza, sin una sonrisa ni una mueca, sin un gesto, mirando a los ojos a sus partidarios, afligido por la situación, por él mismo y por los daños que la misma podría infligirle a la República. Y a su lado, una modelo y cantante que abrazó la sobriedad en cuanto se convirtió en primera dama, caminando a cara lavada lealmente a su lado, impertérrita, con esa discreción tan mesurada y circunspecta que es a la vez tan europea. Y resulta inevitable comparar la imagen con el baile desaforado de una expresidente condenada por corrupción en un balcón, con infinidad de causas judiciales pendientes, dando risotadas altisonantes, sobrecargada de maquillaje, manoteando a diestra y siniestra al ritmo de algún canto que alguien entona, revoleando besos a los cómplices que la vitorean desde la vereda.

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