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Si para algo sirve el conocimiento del pasado es para rastrear el origen de aquellas tendencias profundas que habrán de moldear el curso futuro de los acontecimientos. La forma y el contenido de la iniciativa de Donald Trump de abrir las negociaciones para poner fin a la guerra de Ucrania constituyen una clave de bóveda que permite entrever el devenir de la política mundial en los tiempos que se avecinan.
El hecho de que la Casa Blanca haya iniciado ese trámite con la apertura de un diálogo bilateral con Rusia, que excluyó la participación de Ucrania y de los socios de la OTAN, no es un episodio aislado, sino que está inscripto en una concepción más amplia, explicitada con diáfana claridad en el documento oficial titulado "Estrategia de Seguridad Nacional", cuya difusión provocó un profundo estupor en la mayoría de los gobiernos de la Unión Europea.
Con una contundencia muy poco frecuente en los anales de la diplomacia, este documento consigna que la estrategia que describe "está motivada sobre todo por lo que funciona para Estados Unidos, o en dos palabras: Estados Unidos primero" y sobre esa premisa desarrolla una concepción política que coloca en blanco sobre negro el espíritu de la "era Trump".
Tras enfatizar la "diplomacia no convencional" implementada por Trump, quien ha convertido a su imprevisibilidad personal en una herramienta de presión diplomática, el texto asegura "una América más segura, más libre, más grande y poderosa que nunca", dentro de "una república soberana donde el gobierno garantiza los derechos naturales de los ciudadanos otorgados por Dios".
La prioridad estratégica para Estados Unidos es el hemisferio occidental, ya no Oriente, es decir ni China ni Rusia. En América Latina, el antiguo "patio tasero", reivindica la vigencia de la "doctrina Monroe", que lleva el nombre del presidente que la promulgó en 1823, modificada por lo que los analistas bautizaron el "corolario Trump", que pretende "restaurar la supremacía estadounidense en América Latina", un "ajuste" - léase una reducción - en la presencia militar estadounidense en el exterior y la construcción de nuevas alianzas en el continente asiático para contener la expansión de China, frente a la que se plantea una línea de acción basada en la competencia tecnológica y económica pero sin confrontación militar.
Con un tono singularmente propagandístico para un documento oficial, realiza una revisión histórica sobre los errores cometidos por las "elites" estadounidenses en temas centrales como la globalización, el comercio y las instituciones internacionales y puntualiza que "nada de esto era inevitable", destaca que esas equivocaciones fueron enmendadas por las "necesarias y bienvenidas correcciones del presidente Trump. Hay una reivindicación de la centralidad del "Estado Nación" por sobre la ideología "globalista" que privilegia el rol de las instituciones internacionales, sean la ONU, la OMC y la OMS.
Europa es tema de un análisis demoledor. Señala que el viejo continente europeo no solamente atraviesa un "declive económico", sino que corre el riesgo de lo que define como un "declive civilizacional". Embiste contra "las actividades de la Unión Europea que atentan contra la libertad política y la soberanía, las políticas migratorias que transforman el continente y generan conflictos, la censura de la libertad de expresión y la represión de la oposición política, el colapso de las tasas de natalidad y la pérdida de las identidades nacionales y la confianza en sí mismos".
En línea con las consignas antinmigratorias de la ultraderecha europea, el documento afirma que "a largo plazo es más que plausible que dentro de unas décadas algunos miembros de la OTAN se vuelvan mayoritariamente no europeos". En contraposición puntualiza que "la creciente influencia de los partidos patrióticos europeos es de hecho un motivo de gran optimismo".
Tras esa abierta manifestación de respaldo a partidos opositores como Alternativa para Alemania, Renacimiento Nacional en Francia o Vox en España y al gobernante Fratelli d'Italia, el texto avanza hacia una cuestión estratégicamente decisiva y convoca a "cultivar la resistencia frente a la trayectoria actual de Europa dentro de las naciones europeas".
Pero la conclusión políticamente más relevante de esa descripción es la clara recomendación de "poner fin a la percepción de la OTAN como una alianza en perpetua expansión", una exhortación que no puede sino haber disparado franca preocupación en los demás socios de la alianza atlántica y correlativo beneplácito en Moscú.
La respuesta europea
Las cancillerías europeas hicieron sonar de inmediato todos los timbres de alarma. Alemania reaccionó de inmediato a través de su ministro de Relaciones Exteriores, Johann Wadephul: "Berlín no necesita consejos externos sobre la libertad de expresión o la organización de sociedades libres". Sin embargo, quedó rápidamente en claro que, al menos mientras Trump habite la Casa Blanca, los gobiernos europeos tendrán que adecuar sus previsiones estratégicas a este viraje de Washington.
Desde Italia, Giorgia Meloni desdramatizó el mensaje de Trump: "no veo que se resquebrajen las relaciones con Estados Unidos. Europa, en un cierto momento, debe entender que si quiere ser grande debe ser capaz de defenderse sola y no puede depender de nadie más. Lo digo desde mucho antes de que me lo señalaran los Estados Unidos de América".
Como resulta habitual, la retórica de protesta tuvo su mayor expresión en Francia. Jacques Attali, uno de los más prestigiosos intelectuales galos, publicó una encendida proclama contestataria: "¡Documento digno de lectura! Para aquéllos que aún no han entendido que los dirigentes de Estados Unidos son los enemigos de los europeos y lo seguirán siendo mientras Trump y sus secuaces controlen la Casa Blanca y el complejo militar-industrial: dotarse de medios de soberanía es una cuestión de supervivencia para las naciones de Europa".
Nacionalismo, religión y geopolítica
Para visualizar el desenlace del conflicto de Ucrania, es imprescindible compatibilizar la visión estratégica de Trump con la de Vladimir Putin. El líder ruso, que está en su quinto mandato presidencial, está animado de una sólida certeza: para diciembre de 2026 la guerra habrá llegado a su fin y Volodimir Zelenski, cuyo mandato constitucional expiró en 2024, no estará al frente del gobierno de Kiev. Esa convicción lo impulsa a dilatar el ritmo de las negociaciones.
Resulta ingenuo considerar a Putin como un mero accidente histórico. Su ascenso está enraizado en tendencias profundas de la sociedad rusa que Occidente no siempre calibra con precisión. Porque es cierto que Putin es un pragmático que acomoda sus movimientos a las circunstancias, pero detrás de esas maniobras tácticas existe una visión cultural y política que permite interpretarlas más allá de cada coyuntura específica.
Esa concepción filosófica está sustentada en tres pilares, que sintetizan la identidad cultural y la continuidad histórica de Rusia más allá de sus sucesivos regímenes políticos: el nacionalismo, el cristianismo ortodoxo y el "euroasianismo". Ese tríptico integra una "visión positiva" de la historia de Rusia que promueve el orgullo nacional y traza un hilo invisible que une a Pedro el Grande y Catalina II, los dos artífices de la expansión del imperio zarista, con Stalin, que erigió a la Unión Soviética en una superpotencia y, por supuesto, con el propio Putin.
En esta cosmovisión la idea del nacionalismo está asociada con otros dos conceptos básicos: el patriotismo, concebido como el culto a la "tierra de los padres", y la unidad del cuerpo social, entendida como la primera y máxima obligación del gobernante. El partido de Putin se llama Rusia Unida y la popularidad presidencial es la condición de posibilidad de un liderazgo que encarna la supervivencia misma de la Nación. Así sucedió también con el "padrecito zar", denominación popular de los monarcas, y con el "culto a la personalidad" promovido por Stalin.
Para Putin ese nacionalismo demanda una híper-centralización del poder. La visibilización del patriotismo reside en el Ejército, que une los valores de arraigo espiritual a la tierra natal con las virtudes de la disciplina y la obediencia. En su reivindicación histórica de Stalin, destaca su rol en la "gran guerra patriótica" que culminó con la derrota del nazismo y con el Ejército Rojo desfilando por las calles de Berlín.
Pero ese acendrado nacionalismo ruso tiene hondas raíces religiosas. La Iglesia Ortodoxa es un tejido que une a gobernantes y gobernados. Desde el Gran Cisma de Oriente de 1054, cuando la Iglesia de Bizancio se separó de la sede de Roma, el cristianismo ortodoxo adquirió una impronta "césaropapista" que subordina el poder religioso al poder político. La caída de Constantinopla en manos musulmanas en 1453 provocó que el epicentro de la cristiandad ortodoxa se mudase a Moscú, autoproclamada la "Tercera Roma".
Bajo el zarismo, la Iglesia Ortodoxa fue un brazo del Estado. Ese carácter reapareció vigorosamente tras el colapso del comunismo, que alimentó un renacimiento religioso. El resultado es que el Patriarca Kirill, jefe de la cofradía ortodoxa, es un incondicional aliado del Kremlin, una solidaridad ratificada con su abierto respaldo a la intervención militar en Ucrania, en una actitud que generó un cisma en la Iglesia Ortodoxa ucraniana, que proclamó su independencia de Moscú. Para justificar la invasión, Kirill explicó que el gobierno de Zelenski había autorizado la realización en Kiev del "Desfile del orgullo gay".
El "eurasianismo"
AlexsandrDugin, un intelectual a quienes muchos consideran como el "filósofo de cabecera" de Putin y que en su juventud atravesó una etapa "nacional-bolchevique", reivindica esa aleación entre nacionalismo y religión como base cultural del "euroasianismo", concebido como el espacio geográfico para la expansión de la cultura rusa y un puente entre las civilizaciones de Oriente y Occidente.
La idea euroasiática subyacía en el origen de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que en 1991 sucedió a la disolución de la Unión Soviética para mantener el vínculo entre Rusia y las otras doce de las quince repúblicas surgidas de esa debacle, aunque quedó desdibujada en la década del 90 por la pérdida de influencia de Moscú que caracterizó al gobierno de Boris Yeltsin y eclosionó con la crisis económica de 1998 que catapultó el ascenso de Putin.
Putin asumió esa particularidad geopolítica y cultural como una patente de identidad del "excepcionalísimo ruso". En un discurso de noviembre de 2003, subrayó que "Rusia como país euroasiático, es un ejemplo único donde el diálogo entre las culturas y las civilizaciones se ha convertido prácticamente en una tradición en la visión del Estado y la sociedad".
El proyecto euroasiático se había vuelto a corporizar en 2002 con el nacimiento de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), una alianza militar integrada por Rusia, Armenia, Kazajistán, Bielorrusia, Kirguistán y Tayikistán y en 2015 cuando los mismos signatarios fundaron la Unión Económica Euroasiática, que se extiende hoy hasta Serbia.
En la interpretación de los jerarcas rusos, Eurasia integra el "extranjero cercano", una esfera de influencia en la que, a imagen y semejanza de lo que ocurre en Estados Unidos y el hemisferio americano con la "doctrina Monroe" no están dispuestos a admitir ninguna interferencia exterior. Ucrania integra ese espacio geográfico. Para Dugin "Ucrania como estado independiente con ambiciones territoriales representa un peligro enorme para Eurasia, así que sin antes resolver el tema de Ucrania no tiene sentido hablar de política territorial".
Para los historiadores rusos, Kiev fue desde 988 el lugar de nacimiento del imperio zarista y su ciudad capital hasta la fundación de Moscú en el siglo XII. En KIev, el príncipe Vladimiro el Grande introdujo el cristianismo que se extendió paulatinamente por toda esa vasta región. Salvo un breve intento en 1918, tras la finalización de la primera guerra mundial, Ucrania como estado independienteexiste únicamente desde 1991, con la desaparición de la Unión Soviética y su independencia nunca fue digerida por su expansionista vecino.
"Rusia third"
Las apreciaciones críticas sobre el supuesto "declive civilizacional" de Europa contenidas en el controvertido documento estadounidense sobre la Estrategia de Seguridad Nacional coinciden plenamente con la visión de Putin, para quien la Unión Europea, domesticada por la hegemonía de la denominada "cultura woke", había traicionado el "espíritu de Occidente".
En un provocativo discurso pronunciado en 2018, Putin denunció que "se está llevando una nueva política de poner en el mismo nivel a las familias que tienen muchos hijos con las parejas del mismo sexo y la creencia de Dios con la creencia de Satanás. Los excesos de corrección política están llegando a un punto en que la gente está considerando inscribirse en partidos cuyo objetivo es la legalización de la pedofilia. Mucha gente de esos países europeos está avergonzada y tiene miedo de hablar de sus convicciones religiosas".
Una derivación de esta enfática defensa de Putin de los valores cristianos tradicionales es la simpatía que el líder ruso concita entre los evangélicos conservadores de Estados Unidos, que constituyen la principal base de sustentación electoral de Trump. Las frecuentes visitas a Moscú de personalidades evangélicas comenzaron antes del ascenso de Trump e influyeron en el apoyo de Putin al candidato republicano en las elecciones de 2016. Franklin Graham, hijo del pastor Billy Graham (el predicador evangélico más influyente de la historia), anudó una estrecha relación con el mandatario ruso. Graham es también íntimo amigo de Trump y bendijo sus dos ceremonias de asunción en la Casa Blanca.
En ese tejido de relaciones ruso-evangélicas cumple un rol significativo AleksandrTorshin, amigo de Putin y encendido defensor de su alianza con la Iglesia Ortodoxa. En febrero de 2017, días después de la asunción de Trump, Torshin viajó a Washington para participar en el clásico Desayuno de Oración Nacional organizado por los evangélicos. Torshin también hizo contacto con la Asociación Nacional del Rifle y fundó un movimiento en Rusia en defensa del derecho a la libre portación de armas, otra de las banderas predilectas de los conservadores estadounidenses.
Este acercamiento interreligioso coincidió con las posiciones de Henry Kissinger, el principal arquitecto de la política exterior estadounidense durante la guerra fría, quien le aconsejó a Trump la necesidad de realizar una maniobra igual pero inversa a la que le tocó protagonizar junto al ex presidente Richard Nixon en 1971, cuando viajó a Beijing para abrir el diálogo con Mao Tse Tung que permitió aprovechar la ruptura entre China y la Unión Soviética. Según Kissinger, Trump tendría que ensayar una aproximación semejante con Rusia para contener el ascenso de China.
La consigna de Trump de "la paz a través de la fuerza" remite a la noción de la "paz de los fuertes" y supone una nueva versión de los tratados de Yalta, que signaron el reordenamiento del sistema de poder global en la segunda postguerra, cuando las potencias rectoras fueron Estados Unidos y la Unión Soviética, con un protagonismo subsidiario de Gran Bretaña, en su despedida como imperio.
En este nuevo escenario internacional que plantea Trump, los dos protagonistas esenciales son Estados Unidos y China, con la participación secundaria de Rusia, a la que Putin, con la colaboración de Trump, intenta colgar del último vagón de un tren que sus compatriotas creían haber perdido tras su derrota en la guerra fría. En términos de Trump, "AmericaFirst" significa "China Second" y "Rusia Third".
Lo que ocurra con Ucrania es un punto más en la discusión de ese nuevo mapa político mundial. Donald Trump Jr. hizo un sugestivo adelanto en una conferencia en Qatar. En una inequívoca referencia al contenido del documento sobre Estrategia de Seguridad Nacional, el hijo mayor de Trump sostuvo que el riesgo de que barcos venezolanos llevaran fentanilo a Estados Unidos es "un peligro mucho más claro y presente que cualquier otra cosa que esté sucediendo en Ucrania o en Rusia". El primogénito añadió que, a su juicio, Zelenski "estaba prolongando la guerra porque sabía que nunca ganaría unas elecciones si el conflicto llegara a su fin" y aseguró que Estados Unidos dejaría de ser "el idiota de la chequera".
Para acrecentar la cuota de suspenso sobre ese desenlace corresponde acotar que, además de sus recomendaciones sobre Rusia y China, Trump también escuchó de Kissinger un diálogo que había mantenido con Nixon en la Casa Blanca, en que el entonces presidente le había confiado la "teoría del loco", que aludía a la conveniencia de que existiese alguna sospecha sobre su salud mental, ya que si los enemigos de Estados Unidos llegaban a dudar sobre la estabilidad psíquica del hombre que tenía en sus manos la valija con el botón nuclear seguramente serían más cuidadosos a la hora de perjudicar sus intereses estratégicos. Es probable que hoy nadie se atreva a probar si Trump aprendió esa lección.