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Por Juan Uriburu Quintana, abogado, columnista del diario el Tribuno. Exasistente del senador por New York D. Patrick Moynihan, EEUU. Estudió chino mandarín en National Taiwán Normal University; es Master (Estudios de China) y Ph.D. Candidate (Estudios de Asia - Pacífico) en National Chengchi University y en Chihlee Institute of Technology, Taiwán, República de China.
Si el escándalo de Watergate no hubiese obligado a Richard Nixon a renunciar, se lo recordaría por haber sido el presidente reelegido por un insuperable 61 por ciento, haber empezado a retirar las tropas estadounidenses de Vietnam, impulsado la estelar misión de la Apolo XI pero -sobre todo- por haber sido el primer mandatario de EEUU en viajar a Beijing en 1972 para reunirse con Mao Zedong, en una visita histórica (diseñada por Henry Kissinger, su secretario de Estado) que sentó las bases para que su sucesor Jimmy Carter estableciera relaciones diplomáticas con China Comunista en 1979.
En ese entonces, la China de Deng Xiaoping -sucesor de Mao- buscaba revertir la debilidad y pobreza en la que la habían dejado décadas de políticas maoístas y, en esa búsqueda, Deng se convertiría en el verdadero artífice de la China moderna.
En efecto: la China poderosa, omnipresente y expansionista de hoy es hija de la modernización que contra viento, marea y el propio partido Comunista introdujo Deng, antiguo compañero de armas de Mao, sobreviviente de dos de sus purgas y el más acérrimo detractor de las políticas maoístas.
Una vez al mando, Deng puso en marcha la Política de Reforma y Apertura que bajo estricto control estatal alentó la inversión privada extranjera con la creación de las Zonas Económicas Especiales, la modernización del ejército y la descentralización que permitieron que China floreciera; lo anunció en 1978 con la célebre frase "No importa si el gato es blanco o negro. Lo que importa es que cace ratones". Desde entonces y a la fecha, su determinación condujo a la explosión de la economía china que permitió a más de 700 millones de chinos salir de la extrema pobreza, convertir al país en la fábrica del mundo y en protagonista de la política mundial.
A partir de allí y con los años, convertida ya en la segunda economía del mundo, China continúa priorizando sus intereses estratégicos por lo que resultaron inevitables los conflictos, roces y fricciones con la primera economía del mundo, los Estados Unidos de América, que busca conservar y afianzar ese primer lugar mientras China intenta desplazarlo.
Aun así, en los últimos tiempos la fricción bilateral han alcanzado niveles alarmantes, ha cundido la desconfianza y la guerra de aranceles ha ralentizado la economía mundial y el futuro se presenta preocupante sobre todo con las aspiraciones y avances de Xi Jinping que reedita la eterna ambición de China de dominar el mundo: después de todo, en idioma mandarín, China no significa otra cosa que "el reino del centro."
Al principio, tanto EEUU como China sabían que el comercio mutuo tendría beneficios recíprocos y la esperanza secreta de EEUU era que China, al enriquecerse, se volviera democrática y más liberal. En pos de ello, empresas estadounidenses comenzaron a invertir en China, a transferir tecnología y a crear empleo mientras EEUU abría sus puertas a las manufacturas beneficiándose de productos baratos pero viendo crecer sostenidamente su déficit porque importaba mucho más de lo que exportaba. Comenzó entonces a denunciar prácticas desleales de comercio, salarios de hambre, robo de propiedad intelectual y apropiación forzada de tecnología.
Y entonces llegó Donald Trump. En el discurso inaugural de su mandato el 20 de enero de este año aseguró que "en lugar de cargar con impuestos a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, aplicaremos aranceles e impuestos a los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos", reiterando así su promesa de reindustrializar el país y hacer a los Estados Unidos grandes otra vez. Para ello, desató una guerra arancelaria sin cuartel que puso en jaque a la economía mundial, imponiendo aranceles generales sobre todas las importaciones chinas.
La revancha de China no se hizo esperar, y elevó inmediatamente aranceles a exportaciones vitales estadounidenses tales como carbón, gas y maquinaria agrícola.
El infernal toma y daca que siguió después permitió que los aranceles subieran hasta un 125 por un lado y un 140 por ciento por el otro, provocando zozobra e inestabilidad en el mundo ya que los aranceles afectaron no sólo a China sino también a numerosos países y bloques. Los acuerdos y las treguas que se suceden desde entonces aplacan por un rato la tensión mientras obligan a los contendientes a buscar alternativas: EEUU busca que el mundo libre le reconfirme su liderazgo y ofrece ayudas extraordinarias a quienes se alinean con su postura mientras China busca compensar sus exportaciones dirigiéndolas hacia el Sudeste Asiático, India y América Latina, con un rimbombante relanzamiento de la Nueva Ruta de la Seda mucho más abarcativa que la ruta original y prometiendo un fuerte desarrollo de obras de infraestructura en distintos países, la mayoría de los cuales acepta endeudarse en cifras que no pueden afrontar -pensemos en las plantas hidroeléctricas de Santa Cruz, la planta nuclear Atucha III, etc. Algunos de estos países, como Sri Lanka, se han visto obligados a ceder dichas infraestructuras al control del país acreedor, China.
La opinión pública, los entendidos y los think tanks de todo el mundo tienen diferentes opiniones sobre el tema.
Quienes se oponen a los aranceles -postura particularmente notoria en los EEUU- subrayan los efectos negativos de estas tarifas: elevan los precios internos, dañan la competitividad de las exportaciones, interrumpen el flujo de suministros, y generan inflación, desempleo y baja productividad. Apelan a no dejarse engañar porque, en realidad y aunque en principio los aranceles aumentan los ingresos públicos y protegen aparentemente la producción nacional, terminan perjudicando a competidores, empresas y consumidores al privarlos del estímulo de competencia, de variedad de productos y oferta y se los condena a mayores costos y al cautiverio de fábricas competentes con riesgos de aislamiento cultural y económico. Para JP Morgan, las últimas medidas que el presidente Trump ha promulgado sobre países y productos básicos específicos para proteger los intereses estadounidenses han aumentando la volatilidad del mercado y creado obstáculos importantes que retrasarán el crecimiento.
Por su parte, los partidarios de las medidas defienden vehementemente la política de Trump y niegan que sean causa de inflación, tal como lo sostienen -entre otros- analistas del Bank of America y por supuesto miembros de la oposición. Al respecto, el presidente de la Reserva Federal (el banco central de EEUU), Jay Powell, destacó que el impacto de los aranceles en la inflación y el aumento de precios es sólo temporal, de algunos meses, y dijo confiar en que China cumpla en tiempo y forma la obligación que asumió en un Acuerdo de comprar 12 millones de toneladas de soja antes de marzo de 2026 aun cuando hasta la fecha solo ha comprado 332 mil toneladas. En el mismo sentido se pronunció Scott Bessent, secretario del Tesoro, que agregó que la política de aranceles de Trump está alentando a los socios comerciales a abrir sus mercados a EEUU aun cuando reconoció que los aranceles podrían elevar algunos precios y citó el caso de Walmart, el gran minorista de EEUU, quien manifestó que no está dispuesto a asumir el costo, el que -según los entendidos- terminará siendo trasladado a los precios. Desde la óptica argentina, es importante recordar que una de las condiciones que Bessent estableció al negociar con Luis Caputo la línea de crédito rentable que el Tesoro norteamericano extendió a nuestro país en septiembre de este año fue que la Argentina reduzca su dependencia (principalmente financiera y comercial) de China.
En China, y como siempre, es imposible conocer la opinión de los opositores a cualquier medida o reacción del gobierno del Partido Comunista, pero un repaso a los problemas internos que atraviesa ayudaría a conocer su estado actual.
En efecto, por primera vez en treinta años el crecimiento económico de China años se encuentra en un punto de inflexión. Aún más, el New York Times señala que por primera vez desde 1980 disminuirán las inversiones en nuevas fábricas, viviendas y obras de infraestructura debido a la crisis inmobiliaria que -sin solución a la vista- atraviesa China, donde el exceso de oferta no encuentra demanda y el valor de las propiedades se deprecia: se ha socavado así el pilar que mueve el 30% de la economía china por lo que, en consecuencia, los proyectos de infraestructura se han visto relegados. Por su parte, la industria textil se ha visto obligada a reducir sus inversiones, en parte por la guerra de aranceles y en parte por el alza de los costos laborales. Por ello, muchas empresas textiles invierten en Vietnam y en Egipto donde hay mano de obra calificada y a precios inferiores. Y aun cuando el gobierno anuncia que el crecimiento de los dos últimos años fue del 5%, diversas consultoras estiman que el mismo estuvo muy por debajo de esa cifra y que sólo creció 2.4% en 2023 y 2.8% en 2024. La importancia de este dato radica en que la legitimidad del Partido Comunista chino no es de origen -ya que sus funcionarios no han sido electos- sino de ejercicio con lo cual su legitimidad política depende de su performance económica. O sea: el Partido Comunista manda, y justifica estar al mando basándose en la premisa de que, bajo su dirección, China se enriquecerá. Para ello, necesita mantener el crecimiento económico a cualquier precio. Si, en algún momento, la economía china dejase de crecer, se provocaría un fuerte cimbronazo político. El chino de la calle pensaría "este gobierno no está haciendo su trabajo. Que venga otro." Y, quizás, esta vez -mañana, o pasado, o en algún momento- el chino de la calle quiera participar y tener voz y voto en la elección de sus futuros gobernantes.
En línea con el gobierno, el diario oficialista y estatal chino The Economist Daily ha desmentido enfáticamente una crisis en la economía china: según ellos, lo que sucede es que la inversión se ha desacelerado pero se está optimizando y, por eso, lo que crece es la inversión en tecnología, energía verde e industria aeroespacial. Sí es cierto que las inversiones en semiconductores, robótica y nanotecnología se sostienen, pero su amortización no es lo suficientemente rápida para compensar el déficit provocado por la contracción del sector inmobiliario. Además, Taiwán mantiene su dominio sobre la cadena mundial de suministros de semiconductores a punto tal que Bessent resaltó la importancia de mantener sin interrupción la cadena de chips de Taiwán.
Y mientras Trump y su gobierno celebran que el déficit comercial haya bajado en un 35% respecto de 2024 (el piso más bajo desde 2020), que las exportaciones hayan aumentado un 6% y las importaciones bajado un 5%, el mundo espera que la Corte Suprema de Justicia de los EEUU se pronuncie en enero próximo sobre la competencia o incompetencia del presidente para subir aranceles, potestad de la que Trump sostiene que goza, habilitado por la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional (IEEPA) con la que ha declarado como "emergencia nacional" al déficit comercial estadounidense por su magnitud y la profusión de fentanilo, trámite judicial que llega a la instancia suprema luego de que tres tribunales declararan ilegales los aranceles. Hasta entonces, la Argentina y el mundo entero continuarán a la espera de un nuevo capítulo de esta guerra. Como dice el antiguo proverbio oriental: "cuando dos elefantes pelean, es la hierba la que sufre."
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