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Los algoritmos interpelan a la democracia y sus instituciones

Los algoritmos interpelan a la democracia y sus instituciones
Sabado, 27 de diciembre de 2025 08:31
El debate sobre las nuevas normas será clave en la agenda parlamentaria
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Por Gabriel Chibán, Magister en Derecho Administrativo. Juez de la Corte de Justicia de Salta. Profesor de la Cátedra de Derecho Público en la Universidad Nacional de Salta. 

Las democracias constitucionales no se sostienen únicamente sobre la base de elecciones periódicas ni sobre la proclamación formal de derechos fundamentales. Su verdadera solidez depende, en gran medida, de cómo se organiza, distribuye y controla el poder. Cuando el poder se concentra sin límites efectivos ni mediaciones institucionales, la libertad se erosiona; cuando la autoridad se ejerce al margen de reglas claras y compartidas, el orden deja de ser principio de estabilidad para convertirse en fuente de incertidumbre. Entre ambos extremos se despliega el delicado andamiaje institucional del Estado de Derecho.

La separación y el equilibrio de poderes constituyen uno de los instrumentos más relevantes que ha desarrollado el constitucionalismo moderno para enfrentar ese dilema. No se trata de una fórmula abstracta ni de una consigna retórica: es una técnica de organización del poder pensada para prevenir abusos, proteger derechos y garantizar que ninguna autoridad pueda imponerse de manera absoluta sobre la sociedad.

Sin embargo, los profundos cambios sociales, tecnológicos y económicos de las últimas décadas han puesto en tensión este modelo. El poder ya no se ejerce exclusivamente desde los órganos tradicionales del Estado. Se desplaza, se fragmenta y, en muchos casos, se vuelve invisible. En este contexto, repensar la separación y el equilibrio de poderes no es un ejercicio académico, sino una exigencia democrática.

Tensión permanente

La persistente tensión entre autoridad y libertad atraviesa el entramado mismo de toda sociedad: la autoridad, indispensable para sostener el orden y la cohesión social, se ve constantemente interpelada por la libertad, entendida como aspiración constitutiva del individuo, cuya vocación expansiva desafía y redefine, una y otra vez, los contornos de lo permitido.

A lo largo de la historia, este conflicto ha dado lugar a diversas teorías políticas y filosóficas, cuya comprensión se ve enriquecida si se advierte la sutil diferencia existente en el idioma inglés entre los conceptos de freedom y liberty, los cuales no coinciden plenamente con el término castellano "libertad". Mientras que freedom alude a una condición natural del ser humano, vinculada a su estado de integridad interior, liberty refiere más bien a la configuración de las relaciones sociales dentro de un sistema institucional determinado. Como destaca Viktor Frankl, en un campo de concentración la persona mantiene su capacidad de libre albedrío, puede pensar o no pensar, es decir puede tener freedom pero no liberty.

Diversas tradiciones del pensamiento político han abordado de manera sistemática la relación entre autoridad, orden y libertad, ya sea privilegiando la necesidad de un poder soberano fuerte como condición de estabilidad -con Thomas Hobbes y su Leviatán como exponente paradigmático-, o bien subrayando los riesgos que toda concentración de autoridad entraña para la autonomía individual -como la que se expresa en John Locke y su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil-.

La cuestión central radica, entonces, en la búsqueda de un equilibrio que permita conciliar ambas dimensiones, evitando tanto el autoritarismo como el caos. Miguel de Unamuno concibe la libertad individual como una aspiración fundamental, intrínsecamente ligada a la existencia humana y a su anhelo de inmortalidad. El maestro salmantino no defendía una libertad absoluta ni anárquica, sino una libertad responsable. En su concepción, la autoridad legítima no debía oprimir la individualidad, sino orientarla sin sofocar su esencia ni su búsqueda de sentido, pues -para Unamuno- la verdadera autoridad se funda en el respeto y la persuasión, y no en la imposición ciega, habiendo dejado para siempre su frase: "Venceréis pero no convenceréis", que pronunció el 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, una declaración poderosa de principios, un grito de la razón frente a la fuerza bruta.

El poder difuso

En los últimos años, esa tensión se intensifica por los desafíos derivados de la hiperconectividad, el desarrollo informático y una nueva realidad social portadora de conceptos inéditos para la especie humana. Así, se relativizan las percepciones tradicionales de tiempo y espacio y se demandan nuevas formas de gobernanza. Todo ello se produce en un escenario atravesado por innovaciones disruptivas tales como la inteligencia artificial y el aprendizaje automático, la biotecnología, el uso de algoritmos para análisis predictivos, las interfaces cerebro-computadora, la nanotecnología y el procesamiento del lenguaje natural, que permite a las máquinas comprender, interpretar y manipular el lenguaje humano, llegando incluso a emular emociones y una forma incipiente de empatía.

Los sistemas automatizados y la plataformización de la vida social y política se manifiesta hoy en la mediación estructural que ejercen las grandes empresas tecnológicas sobre la comunicación, el trabajo, el consumo, la vida cotidiana, la deliberación pública y la propia producción de subjetividad. En su conjunto, estos fenómenos permiten comprender el desplazamiento progresivo del poder desde las instancias estatales hacia infraestructuras tecnológicas, ciertamente cripticas o de caja negra, de naturaleza privada, proporcionando sustento conceptual a la noción de una autoridad difusa, algorítmica y de carácter postinstitucional, superando así las formas tradicionales de autoridad y transformando radicalmente las formas de interacción social, extendiendo su influencia más allá del plano económico, hasta incidir de pleno en la esfera política.

Esta realidad de origen y esencia virtual tiene traducción fáctica: según el ranking Forbes del 1 de noviembre de este año, de los diez hombres más ricos del mundo, nueve son magnates tecnológicos con cifras de patrimonio personal que superan el PBI de muchos países. Por caso, Elon Musk, dueño de Tesla, SpaceX y el hombre más rico del mundo a esa fecha, posee un patrimonio neto de 497 mil millones de dólares, una cifra que supera la deuda pública de la República Argentina que ronda los 442 mil millones de dólares y, a la vez, representa el 70% del PBI nacional (US$679 mil millones). Se trata del dueño de una corporación tecnológica frente a la economía mundial número 24 que, a su vez, es el octavo país del planeta en extensión territorial. Que hay magnates más ricos y poderosos que muchos países en el mundo no es discutible hace tiempo.

El poder reconfigurado ya no se despliega exclusivamente desde los órganos clásicos del Estado, sino que se difunde a través de tramas institucionales, técnicas y discursivas más sutiles, cuya eficacia no reside en la visibilidad de la coacción, sino en la normalización silenciosa de las conductas y las expectativas colectivas.

En este contexto, Yuval Noah Harari -autor de obras como Sapiens y Homo Deus- ofrece una perspectiva particularmente sugestiva y compleja sobre la tensión entre libertad y autoridad, especialmente a la luz de los avances tecnológicos y de los profundos cambios sociales en curso. Harari cuestiona la noción clásica de libertad individual al sostener que esta opera, en buena medida, como una ilusión, en tanto nuestras decisiones y comportamientos se encuentran crecientemente condicionados por algoritmos y sistemas de datos que los moldean sin que seamos plenamente conscientes de ello. Advierte que el desarrollo de la inteligencia artificial, la recopilación masiva de datos y la computación en la nube habilitan nuevas formas de manipulación, tanto por parte de empresas como de gobiernos.

El poder que emerge de estos procesos no siempre se percibe como tal, es más difuso y más técnico. No se presenta bajo la forma de órdenes explícitas ni de decisiones visibles. Opera de manera sutil pero eficazmente sobre la conducta humana, moldeando preferencias, anticipando comportamientos y condicionando decisiones. Como se dijo, este poder se concentra en grandes corporaciones tecnológicas, guiadas por lógicas de mercado, que actúan a escala global y escapan a los mecanismos tradicionales de control democrático.

De este modo, se genera el campo propicio para el surgimiento de nuevas modalidades de autoritarismo, menos visibles que las del pasado, pero potencialmente más eficaces, en la medida en que permiten influir sobre emociones, deseos y decisiones a gran escala. La libertad se ve así progresivamente restringida a medida que las máquinas adquieren la capacidad de predecir y modelar el comportamiento humano, mediante mecanismos como la manipulación subliminal, las burbujas de filtro, la dependencia tecnológica y la erosión de la privacidad.

Este nuevo escenario de tecnologías disruptivas no elimina -al menos aún- al Estado moderno, configurado a partir de la Paz de Westfalia sobre los principios de soberanía territorial, autoridad centralizada y monopolio normativo, pero sí desafía sus formas clásicas de control y obliga a repensar el vínculo entre autoridad y libertad.

Surge, entonces, la necesidad de un nuevo contrato social que asuma los desafíos impuestos por las tecnologías emergentes y establezca límites claros al poder tanto de los Estados como de los actores privados. Dicho contrato debería garantizar, al menos, la protección de la privacidad, la transparencia en los procesos de toma de decisiones -especialmente cuando intervienen algoritmos- y una participación ciudadana efectiva en la gobernanza de la tecnología, como condiciones mínimas de legitimidad democrática.

La separación de poderes recupera su sentido más profundo. Esta doctrina no nació de una visión idealista del poder, sino de una desconfianza lúcida hacia su ejercicio sin límites. Desde Aristóteles pasando por Montesquieu, la advertencia ha sido siempre la misma: cuando el poder se concentra, la libertad se debilita. La democracia necesita ampliar sus herramientas: más transparencia, rendición de cuentas por decisiones automatizadas y controles efectivos sobre las nuevas formas de autoridad.

La democracia contemporánea se encuentra, así, ante una encrucijada histórica: el poder ya no se deja aprehender únicamente en las arquitecturas visibles del Estado ni se manifiesta bajo las formas clásicas de la autoridad soberana. Se despliega, más bien, en un entramado técnico, algorítmico y transnacional que redefine silenciosamente las condiciones de posibilidad de la libertad. En este nuevo paisaje, el desafío no consiste en restaurar nostálgicamente las viejas formas de control, sino en recrear -con lucidez institucional y coraje normativo- los principios que hicieron posible el Estado de Derecho: límites, responsabilidad y legitimidad.

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