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Ante un cambio civilizatorio

A más de tres décadas de la caída del Muro de Berlín, el mundo luce lejos de aquella promesa de armonía.
Domingo, 28 de diciembre de 2025 00:00
Movilizaciones en Europa contra las migraciones.
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La caída del Muro de Berlín -el 9 de noviembre de 1989- es un momento icónico del siglo XX. El Muro pautó por completo nuestro pensamiento político;antes por su existencia; luego por su desaparición. Al caer, inicióla «Era de la Imitación"; un proceso idealizado de universalización; la culminación de la Ilustración. Se hablaba de "El fin de la Historia"; ensayo emblemático de Francis Fukuyama que pregonaba la "victoria occidental". Una era que acuñó términos como "armonización", "globalización", "liberalización" y otros similares; todos ellos buscando significar una modernización por imitación y una integración por asimilación. "Occidente había ganado"; el mundo sería occidentalizado y los valores occidentales habrían de triunfar. Hoy, veinticinco años más tarde; la foto luce distinta.

Tras la Caída del Muro de Berlín, el mundo vivió la Guerra del Golfo en 1990; la guerra de los Balcanes en 1993; el ataque al WorldTrade Center el 11 de septiembre de 2001; la segunda guerra de Irak en 2003; la crisis financiera de 2008; la anexión de Rusia de varias porciones de territorios vecinos hasta llegar a la anexión de Georgia en 2008 y de Crimea en 2014; la pesadilla humanitaria en Siria; la crisis migratoria de 2015 en Europa; la elección de Donald Trump y su derrota posterior ante Joe Biden; el Brexit; la pandemia; la parálisis de la OTAN ante la disputa de dos de sus miembros -Francia y Turquía- en 2020; la invasión Rusa a Ucrania; la reelección de Donald Trump; el atroz atentado terrorista del 7 de octubre de 2023 del grupo terrorista Hamas a Israel; la feroz, cruenta e inverosímil devastación de Gaza por parte de Netanyahu como represalia.La militarización interna de Estados Unidos; su guerra de súper-aranceles; el "ataque preventivo" de Israel sobre Irán y El Líbano; Kiev y las grandes ciudades ucranianas bombardeadas; las terribles matanzas en Etiopía, Sudán y el Congo; barcos detonados o incautados por Estados Unidos en el Caribe y, más reciente, una empresa aeroespacial china que difunde el video promocional de un nuevo misil hipersónico con el que ataca a Japón, lo que permite entrever la tensión entre Beijing y Tokio por la situación en Taiwán.Un largo arco descendente que, no parece detenerseaquí.

Durante todo este largo periplo, las ideologías se diluyeron. Se volvieron irrelevantes; carentes de contenidos. No así los conflictos culturales ni los enfrentamientos por "valores". No se trata más de la lucha entre derechaso izquierdas sino que la nueva trinchera es entre un sistema político carente de representatividad y en implosión,y un autoritarismo avasallante. Entre la razón y las "emociones"; entre la República y los populismos autoritarios. Unavorágineque ahoga los exiguos brotes de universalidad; de libre pensamiento y de tolerancia.

Lo anticipóVáclav Havel -dramaturgo y presidente de la República Checa-, en 1994: "Los conflictos culturales, en aumento, serán más peligrosos hoy que en cualquier otro momento de la historia". Es que, quizás, una vez superada la lucha sobre «cuál es la mejor forma de gobierno" se abrió otra disputa -visceral- sobre un tema por completo diferente y para el cual ni las sociedades ni los Estados estaban preparados para debatir: la discusión sobre «cuál es la forma adecuada de vivir".Una lucha que las generaciones jóvenes llevan adelante sin temor a sus consecuencias. Michel Houellebecq dijo en "Sumisión": "Probablemente a aquellas personas que han vivido y prosperado en un sistema social dado les es imposible imaginar el punto de vista de quienes, al no haber esperado nunca nada de ese sistema, contemplan su destrucción sin temor". Y,hoy, la juventud encarna esa ira destructiva mejor que nadie.

Los presidentes de Estados Unidos, Donald Trump, y de Rusia, Vladimir Putin, se reunieron en Alaska en agosto.

Desde las calles de Rabat hasta las laderas del Himalaya, una generación nativa digital está derribando y reconstruyendo las tácticas del activismo social en tiempo real. Son jóvenes, están conectados y, aunque están separados por miles de kilómetros, comparten la misma ira y desilusión. Gran parte de esta juventud comparte también la sensación de que el futuro corre peligro. En las imágenes que llegan desde Katmandú (Nepal), Casablanca (Marruecos) o Daca (Bangladesh), un emblema ondea sobre las multitudes: una calavera sonriente con sombrero de paja. Es la bandera pirata del anime japonés "OnePiece", convertido en símbolo de una generación que no busca representantes, sino resultados. El protagonista, Luffy, es un luchador por la libertad; el emblema perfecto de la resistencia antisistema; un símbolo de esperanza.

Queriendo capitalizar este descontento, surgieron líderes megalómanos y absurdos. Es difícil entender las disrupciones y aberraciones al sistema (síntomas del problema y no el problema per-se) que encarnan y retroalimentan fenómenos como Donald Trump en Estados Unidos; Viktor Orbán en Hungría; Vladimir Putin en Rusia; Boris Jonhson en Gran Bretaña; Jair Bolsonaro en Brasil; Marine Le Pen en Francia; el ultraderechista y anti islámico Geert Wilders en Holanda; Bukele en El Salvador; Javier Milei en Argentina; o entender el vertiginoso crecimiento del partido político alemán neonazi AfD, que crece incluso en zonas como Turingia y Sajonia; sin entender esta fuerte ira destructiva acumulada en el seno de las sociedades.

Es irónico pero estos mismos líderes políticos que hablan de "destrucción creativa" -en términos económicos- con total desparpajo y falta de empatía; son los mismos líderes incapaces de entender la "destrucción creativa social" que impulsan estos jóvenes desilusionados; hartos de la destrucción actual y futura.

Democracias en retirada

Desde la crisis financiera del año 2008, la suerte de los trabajadores y de los ciudadanos de clase media en Europa y en Estados Unidos se ha estancado. Las oportunidades y los salarios de que disfrutaron las primeras generaciones de la postguerra también. En Estados Unidos casi todo el crecimiento económico desde la década de 1980 ha beneficiado a menos del 20% superior de la sociedad y, en particular, al 1% de la misma. Este estancamiento económico de los trabajadores y de las clases medias del mundo occidental se ve reforzado por cambios duraderos en la tecnología que marcan una transformación de la industria, del mercado laboral y de la sociedad.

En condiciones económicas adversas es más difícil considerar el orden liberal como una fuente de seguridad y de protección económica. Y, a medida que las democracias se muestran incapaces de resolver estos problemas, su legitimidad se ve menoscabada;las instituciones cuestionadas y, cada vez más, toda la democracia como sistema de gobierno se ve desafiada

El último reporte sobre la democracia global de la prestigiosa publicación "The Economist", muestra que la democracia liberal parece estar en retirada: menos del 50% de la población mundial vive bajo alguna clase de régimen democrático -fuerte, débil o fallido-, mientras que algo más de un tercio vive bajo un régimen autoritario. En una década, es pronunciado el corrimiento hacia autarquías y regímenes iliberales como reflejan los "nuevos autoritarismos" de Turquía, Hungría, Polonia y Filipinas. Y, en el mismo seno del mundo democrático liberal proliferan discursos populistas, nacionalistas, xenófobos y de marcado tinte reaccionario. En conjunto, estos movimientos proyectan una sombra oscura sobre el futuro de la democracia global.

Fuerzas en pugna

La revolución en las comunicaciones; la globalización y su"apacible homogeneización"; la paz y la seguridad mundial; actuaron todas como «fuerzas de integración».

La revolución de las comunicaciones hizo imposible a cualquier dirigente negar a sus ciudadanos el conocimiento de lo que ocurría en otros países. Esto fue evidente en las revoluciones que barrieron Europa del Este en el otoño de 1989. O en la Primavera Árabe, a principios de 2010; una especie de dominó en la que el logro de la libertad en un país totalitario provocaba que otros regímenes represivos tambalearan o cayeran.

Luego está la economía. Ninguna nación -ni siquiera China- puede mantenerse al margen del resto del mundo por mucho tiempo. Hoy las naciones dependen para su prosperidad de la prosperidad de otras naciones. Además, la prosperidad asociada a economías de mercado tiende a fomentar el crecimiento de democracias liberales: uno de los pocos patrones que se mantiene en toda la historia moderna es que las democracias liberales tienden a no guerrear entre sí.

Por desgracia, también existen las «fuerzas de fragmentación». La más importante de estas nuevas fuerzas es el nacionalismo, en auge en todo el mundo. Es cierto que durante la Guerra Fríala necesidad de contener a la Unión Soviética moderó viejas animosidades como las existentes entre franceses y alemanes, griegos y turcos, o británicos y casi todos los demás. Algo similar ocurrió, por medios más brutales, en Europa del Este, donde Moscú utilizó el Pacto de Varsovia para suprimir conflictos latentes entre húngaros y rumanos, checos y polacos, o alemanes orientales y los demás. Tras la Guerra Fría, se llegó a pensar que, en Europa, el nacionalismo se había convertido en una curiosidad histórica. La cuestión irlandesa, el problema de Catalunya en España, o la rivalidad entre flamencos y valones en Bélgica; debería funcionar como un recordatorio de esta fallida forma de pensar.

La armada estadounidense en Colombia.

Pero las fuerzas de fragmentación no sólo se manifiestan como presiones identitarias. También aparecen en el ámbito económico en forma de proteccionismo o esfuerzos por aislar a las economías individuales de las fuerzas del mercado mundial. No menor, aparecen tensiones raciales, xenofobia y un preocupante y explosivo antisemitismo.También el nacionalismo se manifiesta en forma de tensiones religiosas. El Resurgimiento Islámico podría ser visto por muchos como una fuerza integradora dentro del mundo islámico, peores una fuerza altamente fragmentadora en países laicos.

Para el escritor francés Michel Houellebecq (su premonitorio libro "Sumisión" salió a la venta el día de la matanza de Charlie Hebdo), la posibilidad de una guerra civil en Francia está ligada con la cuestión del islamismo y las fuertes tensiones y fricciones comunitarias que se están agudizando. "Habrá actos de resistencia, atentados y tiroteos en mezquitas, en cafés frecuentados por musulmanes, en definitiva, Bataclanes a la inversa", dijo en una entrevista con el filósofo Michel Onfray. "Si hay territorios enteros que pasan bajo control islamista, la respuesta será violenta", advirtió. La amenaza de Trump sobre el congelamiento de fondos federales a la ciudad de Nueva York ante el triunfo del demócrata socialista ZohranMamdani (tras convertirse en el primer alcalde musulmán de dicha ciudad) es una muestra de estas tensiones globales; todo un síntoma de estas fuerzas fragmentadoras.

Durante mucho tiempo se asumió que las fuerzas de integración irían a imponerse; no se puede dirigir una economía moderna posindustrial sin tales fuerzas y eso -dirán muchos-, es lo más importante. Pero esta es una visión estrecha. Manejar una economía posindustrial puede no ser lo más importante para un campesino en Sudán; para el joven afroamericano en un barrio urbano de Estados Unidos; o el palestino que ha pasado toda su vida en un campo de refugiados. Para esas personas, las fuerzas que nos resultan fragmentadoras a nosotrosson integradoras para ellos, dándoles un sentido y un significado a sus vidas que, de otro modo, no tendrían. Lo que es integrador para unos no lo es para todos.

También es posible que las fuerzas de integración no se hayan arraigado tanto como creíamos.

Por ejemplo, la creciente permeabilidad de las fronteras -algo que la mayoría del mundo celebra cuando se trata de libre flujo de capital e ideas-, no es bien recibida cuando los bienes, las razas o la mano de obra comienzan a fluir con la misma libertad. Las fuerzas de fragmentación están al acecho y basta un pequeño estímulo para que se potencien, con los peligros que la historia enseña.

La revolución de la información ubicó a una serie de temas transnacionales -la estabilidad financiera, el cambio climático, el terrorismo, las pandemias y la ciberseguridad- en una agenda global común; al mismo tiempo que dejó al desnudo la incapacidad de los gobiernos y de las instituciones internacionales para dar respuesta a estos desafíos.

La estabilidad financiera internacional es vital para la prosperidad global y se necesita de una cooperación global para garantizarla. El cambio climático y el aumento del nivel del mar afectarán la calidad de vida de muchos países; pero ningún país puede solucionarlo por sí solo. Y, en un mundo donde las fronteras se están volviendo tan porosas y donde permea de todo -desde drogas hasta enfermedades infecciosas y terrorismo-, las naciones no bastan por sí solas para abordar estas amenazas y desafíos compartidos. La complejidad aumenta y la política global deja de ser dominio de los Estados soberanos. Los gobiernos seguirán poseyendo algunos recursos, pero su poder y capacidad para actuar por sí solos en estos temas queda desbordada.

En este contexto, la política tradicional queda empantanada buscando un plan que se ajuste al mandato popular cuando, en realidad, podría no haber ningún mandato. Y, mientras una gran cantidad de analistas plantean el problema como un "problema de oferta" -la política no está preparada para dar respuesta a la sociedad-; otros lo plantean como un "problema de demanda" -las sociedades fragmentadas, identitarias, polarizadas y tan demandantes, no permiten que los sistemas den abasto ante tantos requerimientos-. Pero estas visiones no son mutuamente excluyentes y pueden ocurrir ambas a la vez.

Así, nos encontramos frente a un occidente debilitado que atraviesa una pérdida de sus valores fundacionales; a los que se suman monumentales retos a futuro como lo son el envejecimiento poblacional; el traslado de la población mundial de oeste a este y de norte a sur; tasas de inflación inauditas para países occidentales; crisis de deudas soberanas; procesos migratorios masivos crecientes; problemas debidos al cambio climático; la inoperancia de instituciones globales como la OTAN, la ONU, la OMS, ola OMC; o el aumento de la automatización y robotización. Todos desafíos que podrían corroer aún más la fe en el capitalismo liberal democrático.

A la profunda insatisfacción respecto al presente y a la crítica de lo viejo, se suma la incertidumbre acerca del futuro. El miedo al presente condiciona la posibilidad de imaginar un futuro mejor, haciendo que prevalezca el interés individual por sobre el interés colectivo. La pérdida de toda ideade "bien común" es un síntoma de ladescomposición social. La cultura occidental se muestra degradada. Occidente -como cultura; como esperanza; como "Faro de la Civilización"-;parece estar roto.

Hay otro elemento tras bambalinas imposible de dejar de lado: la tecnología. Antes, la civilización jugaba con lo digital; hoy, en cambio, lo digital opera y cambia a la civilización. El ser humano está jugando a los dados con su propia evolución y, junto con ella, está rediseñando sus creencias, valores y hasta la propia realidad.La humanidad se está redefiniendo a sí misma en un proceso cuyo final es difícil de anticipar.

El segundo cuarto de siglo nos encontrará embarcándonos en un cambio civilizatorio; en una transformación estructural de los fundamentos de los que significa ser un ser humano y de la sociedad;cambio que afecta no sólo la economía o la política; sino, más importante, alos valores, la cultura, la forma de interrelacionarnos entre nosotros y nuestra visión y relación con la naturaleza y con el universo. Nos estamos embarcando en la creación de nuevos paradigmas. En este contexto, la advertencia de Séneca: "No hay viento favorable para el que no sabe a dónde va", adquiere una renovada urgencia. Amerita que nos detengamos a pensar. De verdad.

 

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