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Wenceslao Sulca es de esos lugareños que llevan la montaña en la sangre. Nació y creció en Las Capillas, un paraje remoto a ocho horas a caballo desde Santa Rosa de Tastil, y desde este último paraje a 106 kilómetros de Salta capital.
De chico caminó los cerros como quien recorre el patio de su casa. Conocía cada quebrada, cada sendero, cada silencio. Sin embargo, y pese a haber andado por encima de los 5.000 metros desde muy joven, nunca había hecho cumbre en los grandes gigantes de la zona.
La vida le cambió de golpe hace unos años, cuando su hijo salió hacia la montaña y nunca regresó. Desde entonces, Sulca camina los cerros buscándolo. Y en esa búsqueda también se busca a sí mismo. En más de una oportunidad, Wenceslao confesó que cada ascenso es una forma de mantener viva la esperanza, de seguir hablando con la montaña que le arrebató lo más querido.
En esta última travesía lo acompañaron Abel Salazar, Hermes Gutiérrez y Eduardo Tolaba. La mayoría trabaja en el cuidado de ganado y la construcción. "Somos albañiles" dicen ellos. Los cuatro comparten un origen común: son nacidos en esos parajes enormes que rodean la Quebrada del Toro, hombres criados por encima de los 3.000 metros, con pulmones que parecen hechos para alturas extremas y con un conocimiento casi instintivo del terreno.
Suben los cerros como sus abuelos: con poco equipo, ropa sencilla, a veces apenas con un mameluco de minero, algo de comida, agua y pan. Nada más. No necesitan sofisticación; les sobra experiencia. "Nosotros somos lugareños —dice Wenceslao—, y queremos aprender más de montañismo para que no se pierda esta costumbre. Estos cerros son 'pavitas' para subir hasta cierto punto. Algún día ya no podremos subir, y los chicos tienen que saber cómo llegar a la cima, respetarla y cuidarla".
Y lo hacen con un rasgo que los distingue: mientras otros dejan basura en las cumbres, ellos la bajan. Honran la montaña, la Pachamama, con el gesto simple y profundo del respeto verdadero.
Este fin de semana hicieron cumbre en el Chañi (5.896 msnm), en el límite entre Salta y Jujuy. Hermes es nacido en Potrero del Chañi, del lado salteño; Eduardo, como Sulca, viene de Las Capillas; y Salazar nació en Finca El Toro. Gente del lugar, gente del viento y del silencio. Por eso muchos ya los llaman los "sherpas del Toro", capaces de alcanzar cimas a las que otros solo llegan con guías profesionales, porteos extensos o costosos equipos.
Para Wenceslao, subir ahora tiene un sabor especial. De chico recorría las laderas del San Miguel, y podía ver desde esas alturas las cumbres del Akay, Tuzgle, Chañi, el Paño o el Nevado de Castilla, pero nunca llegó a esas cumbres. "Estoy haciendo lo que de chico no podía", dice. Y en cada ascenso siente que también le habla a su hijo, que le deja un mensaje a los suyos, que le devuelve algo a la tierra que lo vio nacer.
La hazaña de este grupo no es solo deportiva: es cultural, espiritual y humana. Es un testimonio de que el montañismo no siempre se mide en metros o en marcas de equipo, sino en la relación sagrada con el territorio.
Son hombres simples, silenciosos, sacrificados. Hombres que suben cerros porque allí están sus historias, sus muertos, sus búsquedas y su destino. Y porque, de alguna manera, saben que la montaña sólo se entrega a quienes la miran con respeto.
La montaña no es solo un desafío para Wenceslao Sulca: es el escenario de su mayor dolor. Su hijo, David Alejandro Sulca, desapareció en septiembre de 2021 en la zona de Las Capillas y nunca volvió a ser visto. Con los años ya transcurridos, la
ausencia se volvió más dura. Desde entonces, Wenceslao recorre cerros y quebradas buscando respuestas.