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La producción rural debe ser una política de Estado

Sabado, 04 de agosto de 2012 21:59
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Hace tres décadas, Brasil tenía algo más de cuarenta millones de cabezas de ganado vacuno y era el principal comprador de carne argentina. Hoy tiene 200 millones de cabezas y es el primer exportador del mundo. Argentina perdió diez millones de cabezas porque en 2006 se clausuraron las exportaciones con el propósito de asegurar carne barata para los argentinos.

Hace cuatro años, apenas, nuestro país perdió a Brasil como mercado triguero debido a una decisión del Gobierno, que suspendió las exportaciones, supuestamente, para resguardar el mercado local.

En estos días, los tamberos reclaman que se les autorice un aumento del precio de litro de leche “en tranquera”, para compensar el deterioro producido por la inflación. El tambero percibe 1,54 pesos, un 10 por ciento más que hace un año, pero sus costos crecieron el 28 por ciento y el valor que paga el consumidor de leche, yogur o quesos registró alzas de entre 20 y 66 por ciento. Como agravante, la demanda internacional cayó drásticamente y la oferta láctea es demasiada para el mercado interno.

Estos son algunos de los muchos problemas de la actividad rural, que se deben, fundamentalmente, a malas decisiones políticas.

La demanda alimentaria mundial está en franco aumento y la Argentina cuenta con las condiciones básicas para aprovecharla.

El jueves, en la Bolsa de Comercio, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner confirmó que las exportaciones de carne cayeron entre el 27 y el 30 por ciento, en precio y en volumen. “La cuota Hilton, nuestra carne premium, que el año pasado nos la pagaban a 22 mil dólares, este año está entre 12 mil y 13 mil dólares la cuota, si te la compran”. También reconoció problemas similares para la actividad láctea.

La producción agrícola y ganadera de la Argentina es víctima de políticas económicas que siguen pensando la actividad rural con categorías de dos siglos atrás y la miden exclusivamente por su capacidad de generar divisas.

Por no mirar la complejidad de la producción rural moderna se puede suponer que la prosperidad agrícola es resultado de condiciones naturales favorables que demandan menores costos.

La figura de “granero del mundo” corresponde a una época en que nuestro país competía con las praderas de Ucrania en el mercado de los cereales. Hoy no es válida esa simplificación, como no lo es el rótulo de “modelo agroexportador” con el que se quiere descalificar a una actividad que se describe como rentística, que como tal es aprovechada para equilibrar las cuentas públicas y que sigue siendo el último recurso cuando las otras producciones tambalean.

El campo no es una fuente inagotable de divisas, ya que requiere inversión, esfuerzo y estímulo.

Por graves prejuicios ideológicos se sigue hablando de “terratenientes” o “sojeros”, y ubicando al productor rural en el rol de activista político. Incluso, los manuales de enseñanza media de la provincia de Buenos Aires siguen satanizando a la actividad sojera, sin advertir que es parte esencial del actual proyecto económico.

Contrariamente a esos supuestos, es imprescindible que en los lugares de decisión se entienda que el campo ofrece las mayores posibilidades de expansión económica, industrialización competitiva y generación de empleo genuino.

El campo puede ser locomotora de la economía, pero se lo está usando como caja para salvar emergencias.

La ganadería argentina es la mejor del mundo porque acredita casi dos siglos de inversión en genética y tecnología. Nuestra agricultura actual, lejos de ser mero resultado del clima y del suelo, es fruto de un plan desarrollado durante décadas para la producción de cereales y oleaginosas transgénicas.

Un campo diversificado es la base del desarrollo de una gran industria alimentaria pero requiere un proyecto de Estado que no se maneje con prejuicios reaccionarios y, en cambio, actúe de acuerdo con la realidad tecnológica y económica del mundo actual, y con los intereses de todo el país.

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