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Las cosas no andan bien para los chicos salteños.
La muerte de un muchacho de veinte años en una pelea entre dos grupos, originada en provocaciones porque unos eran de Central Norte y los otros de Juventud Antoniana, ocurrida en plena ciudad de Salta, obliga a reflexionar a fondo sobre la violencia social que castiga a nuestros jóvenes.
La crónica diaria nos informa que en nuestra provincia, especialmente en los grandes centros urbanos, la violencia se cobra un número importante de vidas entre los jóvenes y adolescentes.
Ocurre en todo el país, por cierto, y es necesario abrir bien los ojos para intentar resolver esta cuestión que, por cierto, constituye la gran hipoteca social para el futuro. No podemos pasar por alto que, según la Policía, en la capital salteña actúan alrededor de 500 patotas, integradas por chicos sin continencia y que son una muestra de lo que significa la exclusión social.
La ciencia social define al de las patotas como un fenómeno urbano, sin ideología política o de clase, que constituyen asociaciones de jóvenes en los barrios, con líderes y que tienen como referencia a algún adulto de conducta anárquica y ajena al sistema tradicional de vida. Para los vecinos, las patotas son un peligro, porque terminan asociadas con la violencia, el paco y el delito.
Son chicos que caminan en los márgenes de la ilegalidad, pero criminalizar a los jóvenes y a los pobres es fácil, pero injusto y contraproducente. El abogado porteño Elías Neuman, que dedicó su carrera a la delincuencia juvenil, demostraba que los jóvenes que padecen marginalidad extrema están convencidos de que ni la ley ni las instituciones velan por ellos y creen que su vida durará, a lo sumo, un año más. En otras palabras, están “jugados” y valoran poco su vida.
Violencia juvenil, delito y pobreza son fenómenos que no siempre van juntos. La Policía de Salta estima que en la ciudad capital unos cincuenta mil jóvenes salen de los boliches, en la madrugada del domingo, muchos de ellos en estado de ebriedad y con muchas ganas de pelear. Y no se trata necesariamente de pobres ni de marginales.
Muchos investigadores advierten que los jóvenes, no solo salteños, sino de todo el país, no ven el horizonte de sus vidas. En nuestra provincia, uno de cada cuatro recién nacidos tiene madre adolescente y la mitad de las mujeres menores a los 24 años ya es mamá. Gran parte de ellas, sin pareja estable. En el país, sobre alrededor de 3.100.000 jóvenes de 18 a 24 años, cerca de un millón ni estudia ni trabaja. De ellos, más de la mitad ni siquiera busca trabajo. El desempleo en esta franja es tres veces mayor que entre los adultos y, para los que trabajan, las condiciones de empleo son precarias.
1.200.000 jóvenes de toda esa población, el 40 por ciento, no terminó la enseñanza media y, según las pruebas internacionales, el 58 por ciento exhibe una bajísima capacidad de lectura comprensiva.
Este panorama se torna más preocupante si se considera que el crecimiento económico y los planes asistenciales aplicados desde 2003 no han logrado revertirlo. Por el contrario, hay cada vez más jóvenes que no estudian ni trabajan, se incrementa el consumo de paco, que es un indicador de marginalidad, y en los barrios populares hay cada vez más patotas. Está claro que se trata de problemas de fondo, que desbordan a la capacidad de policías, educadores y asistentes sociales, y requieren soluciones de fondo que solo son viables a través de políticas de Estado.
El país afronta el gran desafío de la inclusión social, tal como lo sostiene el Gobierno nacional que ha hecho de este valor una consigna.
La inclusión supone la capacitación para el trabajo y la generación de empleo genuino. En Salta, donde el desempleo real supera ampliamente la media nacional y donde la mitad de los habitantes son pobres, es necesario actuar con autocrítica y reformar el sistema educativo y los mecanismos de continencia social.
Además, es imprescindible que la distribución de recursos deje de administrarse con criterios clientelares y que se oriente hacia el desarrollo humano.