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Los diputados y senadores que acaban de dar luz verde a la concentración de todos los poderes en manos de la Presidenta son responsables del cambio de régimen al que asistimos.
Puede que ellos piensen que han demostrado así su lealtad a la jefa, que han favorecido a sus distritos o que, simplemente, han derrotado a una minoría que se niega a sumarse a la nueva cruzada; a “gorilas” que no quieren ver la explosión que derrama mieles sobre los pobres de la patria.
Sin embargo, la reforma judicial federal está lejos de ser una norma de mero trámite. No integra el catálogo de las leyes que toda mayoría puede, legítimamente, imponer a las minorías.
Los legisladores que mostraron su regocijo la madrugada del jueves pasado saben que han consumado el más feroz ataque a las instituciones de la república y a los derechos de todos y cada uno. Sabrán también (ahora o más tarde) que tamaña decisión acarrea responsabilidades históricas que terminan siempre ventilándose.
“El inventor del peronismo”
Véase si no el reciente libro “El inventor del peronismo”, donde Silvia Mercado analiza el papel de Raúl Apold, el poderoso secretario de Información del peronismo original.
Recuerda allí a la triste comisión encargada de disciplinar a la prensa y preparar futuras confiscaciones, y explica el peso de Apold en la construcción de la brecha política que abrió la decisión de peronizar la Constitución, la Suprema Corte, la CGT, las cámaras empresarias, el arte y la cultura. El kirchnerismo, lejos de una visión crítica, parece inspirarse en su trayectoria.
Es cierto que vivimos una época de desapego generalizado a las instituciones, en donde muchos piensan que solo quedan la resignación y el silencio. En realidad, viven el actual conflicto político como una guerra ajena, un litigio donde se dirimen intereses corporativos o responde a depravaciones de la clase política.
Se trata, a mi entender, de una percepción equivocada. Lo que se discute alrededor de la reforma judicial federal es el presente y el futuro de nuestra convivencia política. Si seguiremos siendo una democracia republicana o ingresaremos en el túnel del autoritarismo con base electoral.
Si tendremos derechos individuales y sociales o, como ocurre con los “planes sociales”, ingresaremos en un mundo donde todo (nuestra vida, nuestra libertad, nuestros bienes, nuestro honor, nuestra actividad profesional, nuestras vocaciones y preferencias) depende de la voluntad de los gobernantes.
En los hechos, la reforma apunta a eliminar los focos cívicos y judiciales que aún se atreven a controlar al Gobierno y a detener sus tropelías sobre trabajadores y empresas, sobre jubilados y marginados, sobre ambiente y urbanismo, sobre recursos naturales y económicos, sobre competencias provinciales y sobre transparencia. Se trata de dar el último paso en el camino hacia el reino de la discrecionalidad. Y, en última instancia, de terminar con el control de constitucionalidad.
Si este control preocupó desde siempre a los poderes ejecutivos, llevándoles a la búsqueda obsesiva de “mayorías automáticas”, hoy, tras la incorporación de los tratados internacionales al orden jurídico local, tal control de los jueces por la Presidenta resulta central para su estrategia autocrática. Para reducir riesgos, doña Cristina Fernández de Kirchner precisa jueces complacientes o atemorizados. O sea: la suma del poder público.
Cuando se piensa en sentencias judiciales que hagan realidad la supremacía de la Constitución, se piensa, naturalmente, en asuntos que tienen que ver con las instituciones (reelección, régimen electoral, organización de los poderes, federalismo), pero hay que tener presente que estas sentencias, de aquí en más inviables, pueden versar también sobre salarios, jubilaciones, ahorros, empleo, ejercicio profesional, propiedad y, desde ya, sobre los derechos fundamentales de libertad (reunión, protesta, huelga) o de integración social (renta mínima, vivienda, salud, educación).
Por tanto, la reforma apunta al corazón del régimen fundado por nuestros constituyentes de 1853 y perfeccionado en 1957 y en 1994.
Depende de la Presidenta
Alguien podría decir que este tipo de medidas, por ahora hipotéticas, no pasarán el filtro de nuestra dignísima Corte Suprema. Pero es bueno no olvidar que el aumento del número de sus miembros para garantizar una mayoría dócil al Ejecutivo, depende solo de la voluntad de la Presidenta que, a estas alturas, no ha demostrado ningún apego a los límites republicanos ni a los valores democráticos.
Si bien nuestra historia registra otros intentos de alzarse con todo el poder del Estado, las maniobras encontraron fuertes resistencias. Fue el caso, entre muchos, de la ley que en tiempos de Onganía sometió a los civiles a la jurisdicción militar. Pero allí, en nuestra Salta, el activismo de abogados como Farat Sire Salim o Bernardo Solá y el valor cívico de jueces como Ricardo Reimundín o Roberto Frías detuvieron la agresión.
Los años han pasado y en los foros especializados en el derecho parece haber crecido el conformismo.
Entre lentitud y barreras
La Justicia es lerda y cara. No siempre es imparcial. Tiene áreas politizadas. Hay hijos y entenados. Imperceptibles barreras bloquean el acceso de minorías, de pobres y de excluidos. Todo esto es cierto.
Pero nada de esto cambiará (sino para peor) con la reforma que 6 de los 10 legisladores salteños han elevado a los altares del autoritarismo.
Todo el andamiaje jurídico está asentado sobre el control judicial de los actos legislativos y administrativos. En este contexto de jueces amenazados o leales, para el Ministerio de Trabajo será más fácil barrer conducciones rebeldes.