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La movilización del jueves 24 no fue solo una conmemoración del Terrorismo de Estado sino también una manifestación de oportunismo, de parte de las elites políticas que, ante la orfandad de ideas, intentan buscar en el pasado un salvavidas que les dé alguna identidad más o menos consistente.
Hay varios puntos a tener en cuenta. El gobierno de Jorge Rafael Videla fue solo la culminación de un ciclo de creciente violencia política, que se remonta a los orígenes de la historia argentina, en la que los Derechos Humanos no estuvieron muy presentes; al menos, hasta que el Gobierno de Raúl Alfonsín creó las condiciones para enjuiciar y condenar a las juntas de la dictadura.
Pero los Derechos Humanos no están incorporados en nuestra cultura. De hecho, las cabezas más visibles de las agrupaciones que se congregaron en la ESMA son los que maniobran para que la Argentina justifique a dictaduras tan ilegítimas y violentas como las de Venezuela, Nicaragua, la teocracia iraní y Cuba. Además, buscan asegurar el alineamiento argentino con los nuevos autoritarismos que gobiernan China y Rusia.
La orfandad ideológica se muestra en el esmero de identificar a cualquier opositor con la imagen de los represores.
En 46 años pasaron muchas cosas. Entre otras, que la crisis macroeconómica que comenzó en los ’70 se tradujo en una crisis de endeudamiento en toda América latina, una regresión productiva generalizada -aguda en la Argentina- y una profundización de la fragilidad social.
En nuestro país, el balance demuestra que ese problema no fue resuelto por Alfonsín, tuvo una década de expectativas que no se sostuvieron en el tiempo, con la presidencia de Carlos Menem (que tuvo el apoyo de todo el peronismo). En el nuevo milenio, todo se agravó con el experimento bolivariano, sobre todo desde 2011, cuando decayó el financiamiento sojero y la fórmula se quedó sin respuestas.
Ese es el problema global que desborda a los gobiernos. Le sucedió a Macri y se agudizó con la llegada del Frente de Todos a la presidencia.
Aunque se buscan los pretextos de la pandemia y la guerra de Ucrania, la responsabilidad es de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. De ambos, más allá de sus públicas (y preocupantes) diferencias.
El jueves, la movilización tuvo como destinatario a Alberto Fernández, a quien el ministro de Axel Kicillof y el secretario de La Cámpora, Andrés “Cuervo” Larroque, chicaneó diciendo que “cuando fue jefe de campaña de Florencio Randazzo sacó solo el 4% de los votos”; debió recordar que en esa elección no solo perdió la fórmula Daniel Scioli - Carlos Zannini, sino que el candidato a gobernador bonaerense ungido por Cristina, Aníbal Fernández, produjo la mayor derrota del peronismo bonaerense.
Larroque también omitió recordar cómo le fue electoralmente a Cristina después de 2011. Hablar en nombre del “pueblo” es fácil; representar al “pueblo”, en el cual conviven personas con diferencias económicas, ideológicas y personales, es difícil, e incomprensible para un movimiento de vocación autocrática.
La bandera contra el presidente es el acuerdo con el FMI; la deuda con el organismo es apenas el 12% de los 350 mil millones de dólares acumulados en el pasivo del Estado argentino. Y las “exigencias del Fondo” son, simplemente, la verificación del cumplimiento de las responsabilidades que el país asumió al incorporarse al organismo. No es otra cosa que demostrar que el país no gasta más de lo que recauda, algo inconcebible para una visión antieconómica como la que encarna el kirchnerismo, con economistas deconstructivos como Kicillof, Fernanda Vallejo, Roberto Felleti, Paula Español, cuya cosmovisión se aferra a datos de hace cinco décadas y que fue experimentada entre 2003 y 2015, con resultados que no se pueden tapar distorsionando los informes del Indec.
La fractura interna del Gobierno está a la vista. Y para el país es insostenible.
La “guerra contra la inflación” es una caricatura de lo que pasa. Es un combate contra molinos de viento, que cierra los ojos a una verdad de Perogrullo: sin capacidad de producción con valor agregado, es decir, sin una industria competitiva, con más acceso al crédito y menos subsidios, la economía se esclerotiza, la moneda se devalúa y la sociedad paga las consecuencias.
El mayor generador de inflación es el Estado, cuando pretende distribuir la renta del sector privado sin crear las condiciones básicas de estabilidad jurídica, previsibilidad política y acceso al crédito. Una economía estatista termina siendo parasitaria.
La dirigencia debe entender que el país lleva décadas de decadencia sostenida. La pretensión de Máximo Kirchner de “ganar la calle” también ayuda a entender por qué vamos tan mal. La movilización masiva de gente es un síntoma de la realidad social y, también, un gran negocio político.
¿A quién le quieren “ganar la calle”? Los grupos piqueteros forman parte del paisaje urbano, pero la miseria, el aumento de la violencia social y el auge del crimen, las “zonas liberadas” son el paisaje oculto, invisibilizado. En la calle están los políticos. Ganar la calle, para ellos, significa aprovechar los recursos del Estado para contratar camiones, ómnibus y remises y llevar a la gente a las protestas. Pero, en la democracia, la voz del pueblo, que es polifónica, se debe escuchar a través de los representantes elegidos en las urnas y no de caudillejos designados en forma oscura para manejar fondos sociales y organizaciones dedicadas al activismo. Es un sistema de contención social espurio; porque esa tarea debe ser del Estado, y no puede tercerizarse. La movilización del 24 de marzo, claramente, fue el testimonio de un país congelado en el tiempo, y que no logra mirar al futuro.