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La invasión de Vladimir Putin a Ucrania, con argumentos étnicos e históricos tan inexactos como discutibles y falaces, despierta remembranzas del pasado, aunque la historia, inexorablemente, siempre marcha hacia adelante.
El hecho concreto es que un país poderoso (aunque lejos de los más poderosos del mundo) decidió invadir a un vecino por considerarlo patrimonio propio. Invocó razones de seguridad, habló de los derechos de una minoría insurrecta de la población ucraniana y, además, decidió que Ucrania es rusa y no puede dejar de serlo.
Ucrania, como nación democrática e independiente, ha decidido no ser rusa, prefiere integrarse a la Unión Europea y quedar al cobijo militar de la OTAN. Objetivamente, el único riesgo militar en gran escala en Europa del Este lo constituye la autocracia encabezada por Putin. Y los ucranianos, que tienen historia propia, no albergan el menor interés por volver a ser anexionados por un gigante que, como hace un siglo, está en manos de un jefe que reúne los rasgos autoritarios de los zares y la concepción totalitaria de Josiph Stalin.
Los ucranianos de hoy aún recuerdan el Holodomor, un verdadero genocidio que causó la muerte de aproximadamente cuatro millones de personas en la hambruna impuesta y forzada de 1932-33. Un crimen del stalinismo comparable al Holocausto.
Con la invasión de ahora, como con la anexión de Crimea, en 2014, Putin ha puesto en evidencia su decisión de restablecer el antiguo orden soviético. La "guerra preventiva" que ensangrienta a Ucrania en estos días no es más que una muestra de la ambición expansionista de un presidente todopoderoso, un autócrata, con importante potencial nuclear, un decisivo control del suministro de energía a Europa y una capacidad económica e industrial limitada, tal como lo experimentamos los argentinos con el fiasco de las vacunas Sputnik. De buena calidad, pero insuficientes como para satisfacer la demanda interna rusa (y mucho menos, la externa).
La diferencia entre 2014 y 2022 es que la bravuconada del ex agente de la KGB empieza a parecerse a un retroceso de 77 años, porque coloca a Europa en un escenario de fragilidad que no conocía desde agosto de 1945, cuando EEUU puso fin a la encarnizada resistencia de Japón, el último sobreviviente del Eje, con el uso de bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
Desde entonces el mundo no fue un paraíso, pero dejó atrás treinta años de guerra que resultaron los más mortíferos de la historia de la humanidad. La entreguerra había sido el período que el historiador argentino Tulio Halperin Donghi caracterizó en su libro "Argentina y la tormenta del mundo" y el ensayista y escritor Stefan Zweig describió como "El mundo insomne".
Desde 1945, las guerras de la independencia en África, las dos Coreas, Vietnam, los Balcanes, las dos guerras del Golfo y la infinidad de experiencias de guerrillas, contraguerrillas y terrorismo ensangrentaron al mundo, pero los genocidios dejaron de ser crímenes de guerra y pasaron a ser condenados como delitos de lesa humanidad; la democracia se consolidó como modelo indiscutido en Occidente y en gran parte de Oriente, y la soberanía de las naciones, así como la libre determinación de los pueblos se universalizaron como valores.
Putin tiene un potencial nuclear equiparable a la OTAN, se ha preparado para la cíber guerra y se ampara en la protección de China, un régimen autoritario, con economía capitalista y desarrollo tecnológico que lo posiciona como la gran potencia que disputa la hegemonía con EEUU.
Pero a ninguno de los dos gigantes les conviene una guerra nuclear en estos días. Al mundo, la sola idea lo aterra.
Pero Occidente presenta una flaqueza: las democracias se ven erosionadas por el populismo y por el "iliberalismo", síntomas de frustración por un sistema económico y político que garantiza la mayor calidad de vida pero no logra achicar la asimetría de ingresos. Los partidos tradicionales son sustituidos por liderazgos mesiánicos e irresponsables. No pasa solo en América Latina y la Argentina, que atraviesan un momento sombrío de su historia. Donald Trump, que pretende regresar al poder en EEUU y celebra la invasión a Ucrania, es síntoma inequívoco de regresión. Los liderazgos híbridos o autoritarios en Gran Bretaña, España, Italia, Hungría y Polonia debilitan a la Unión Europea. La vulnerabilidad de la democracia occidental juega a favor de adversarios para quienes los derechos humanos, la perspectiva de género, la diversidad cultural y el medio ambiente no son valores. Putin y el Partido Comunista Chino no se detienen en esas "minucias" ni tampoco dan lugar a la queja frente a las profundas inequidades de distribución del ingreso que ocurren en ambos regímenes.
¿Podría producirse una conflagración nuclear mundial? Hiroshima y Nagasaki mostraron el poder disuasivo de ese recurso. Putin rompió con ocho décadas de prudencia y lanzó la amenaza.
Muchas veces, la imagen demencial de Adolph Hitler encubre el contexto que le permitió llevar al mundo a un holocausto: las anexiones territoriales invocando pretextos étnicos, racistas e históricos debieron advertir a los demás países que los límites del proyecto imperial iban a ser los que les permitieran. Lo dejaron avanzar.
Putin parece dispuesto a algo parecido. Pero la historia nunca se repite exactamente. Una guerra mundial provocaría un cambio catastrófico en el orden global, en la civilización y en el planeta.
Y el mundo emergente, gane quien gane, probablemente estaría muy lejos del paraíso que sueñan los "progresistas" que hoy aplauden a Putin, admiran a China y son incomprensiblemente contemplativos con las teocracias de Medio Oriente.