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Lunes, 18 de abril de 2022 02:13
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La tasa de inflación condensa la crisis de gobernabilidad que afronta la Argentina. Nada indica que el Gobierno esté condiciones de reducir el ritmo del incremento de precios.

Con un agravante de enorme significación política: esos aumentos golpean más fuertemente en la canasta alimentaria.

Pero esas previsiones marcan solo un piso. El techo es difícil de prever. La experiencia argentina es suficientemente ilustrativa sobre las consecuencias políticas de los estallidos inflacionarios.

El gobernador bonaerense Axel Kicilloff alertó sobre esa situación en su provincia: "Acá con el conurbano, y también con el interior, no da más la situación social".

El senador Alfredo Cornejo, presidente del interbloque de Juntos por el Cambio, fue más allá: "Puede haber una Asamblea Legislativa si hay una inflación muy alta, rondando la híper. Puede haber una Asamblea Legislativa si hay una corrida bancaria, después de una gran bola de Leliq que entren en default con el peso".

Cuando Cristina Kirchner alardeó haberle regalado a Alberto Fernández un ejemplar del libro "Historia de una temporada en el quinto piso", del sociólogo Juan Carlos Torre, trasmitió un pronóstico sobre los acontecimientos que se avecinan. El trabajo de Torre, un íntimo colaborador del ministro de Economía Juan Sourruille, describe con singular precisión las sucesivas fases que precedieron a la hiperinflación de junio de 1989, que precipitó la renuncia de Raúl Alfonsín y la asunción adelantada de Carlos Menem. La vicepresidenta omitió decir que, como solía advertirse en un letrero que aparecía en el inicio de algunas viejas películas, "cualquier semejanza con hechos o personajes de la realidad obedece a una mera coincidencia".

Las discusiones entre los economistas sobre la raíz del fenómeno inflacionario subestiman una causa eminentemente política: la ausencia de un sistema de poder con capacidad para ordenar la puja distributiva que caracteriza a cualquier sociedad. Porque uno de los atributos esenciales del poder es la capacidad de decir "no" a demandas sectoriales de imposible satisfacción. Cuando esa capacidad se evapora, toda alternativa está condenada al fracaso. Este gobierno ha demostrado carecer de ese atributo.

La "guerra a la inflación" sorpresivamente iniciada por Fernández pasó al olvido en una semana. Los controles de precios proclamados por el secretario de Comercio, Roberto Feletti, duermen el sueño de los justos. El actual intento de un "acuerdo voluntario de precios" es solo un enunciado de buenas intenciones. El descenso de la credibilidad gubernamental torna inútil cualquier esfuerzo voluntarista que ignore esa raíz política de una crisis que habrá de profundizarse con la discusión sobre los aumentos de las tarifas de electricidad, gas y transporte público.

La preocupación por la estampida inflacionaria explica el hecho de que las encuestas indiquen que el descenso de la imagen gubernamental esté acompañado por una suerte de "giro a la derecha" de la opinión pública. Esas mediciones consignan que la escalada inflacionaria está en el tope de la consideración popular, marcan un fuerte rechazo a los piquetes como metodología de protesta y señalan la necesidad de transformar los planes sociales en programas de empleo. La repercusión alcanzada por el debate sobre la dolarización, agitado por Javier Milei, es un síntoma.

Este deslizamiento en la opinión pública evoca un fenómeno similar ocurrido en las postrimerías del gobierno de Alfonsín, cuando las encuestas empezaron a detectar un apoyo mayoritario de la población a la privatización de las empresas estatales.

En esa instancia emergió una opción de derecha liberal, encarnada por la UCD liderada por Álvaro Alsogaray, cuyo brazo universitario (UPAU), disputaba con el "alfonsinismo" y la izquierda la conducción de los centros estudiantiles en la Universidad de Buenos Aires. Ese clima de época, que precedió al estallido hiperinflacionario, fue encarnado políticamente desde el peronismo por Menem y explica lo sucedido en la Argentina en la década el 90.

El respaldo legislativo que rubricó la aprobación del acuerdo con el FMI reveló la existencia de un entendimiento básico, absolutamente mayoritario, tanto en la coalición oficialista como en la oposición, sobre las consecuencias de una nueva cesación de pagos. Ese consenso estuvo avalado por la totalidad de los gobernadores (tanto oficialistas como opositores), las organizaciones del trabajo y la producción, y por una amplia mayoría de la opinión pública, que rechaza la posibilidad de retrotraer al país a una situación análoga a las padecidas en junio de 1989 o en diciembre de 2001.

Esa convergencia de fuerzas constituye la base de sustentación para la construir una alternativa de poder capaz de enfrentar la crisis. A la inversa, los sectores minoritarios que intentaron frustrar ese acuerdo se autoexcluyeron de esa tarea. El "kirchnerismo" ratificó su incapacidad para encarnar una alternativa viable. Su única opción es erigirse en una fuerza de oposición pero no gobernar la Argentina. Por el contrario, la convocatoria del presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, para promover la creación de un ámbito institucional adecuado para establecer acuerdos básicos sobre un conjunto de políticas de mediano y largo plazo puede ser un punto de partida para la expresión política de este nuevo consenso naciente en la sociedad.

Frente al peligro de un estallido de imprevisibles consecuencias surge la necesidad de construir un "bloque de la gobernabilidad" que permita colocar a la Argentina en condiciones de enfrentar las acechanzas que plantea el nuevo escenario mundial. Este desafío, que requiere una reformulación del sistema de poder instaurado en 10 de diciembre de 2019, no puede esperar hasta las elecciones de 2023.

 

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