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William Shakespeare dijo que "llorar es hacer menos profundo el duelo". Al dramaturgo inglés no le faltaba razón, porque el dolor forma parte de un conjunto de prácticas rituales funerarias.
La muerte es un acontecimiento que ha inquietado al ser humano desde siempre, y es precisamente esa inquietud la que ha promovido, como recurso fundamental para su aceptación y atenuación, la celebración de rituales funerarios. En el concurso de múltiples símbolos, se encuentran las estrategias defensivas cuya función esencial es la preservación del equilibrio individual y social de los miembros de una comunidad.
La muerte es un fenómeno perecedero y destructor de la existencia. No obstante, la concepción de la muerte difiere de una cultura a otra en base al concurso de diversos factores, entre los cuales el más importante es la religión. Los rituales funerarios se conciben como prácticas socio-culturales específicas de la especie humana, relativas a la muerte de alguien y a las actividades funerarias que de ella se derivan.
En las culturas orientales los rituales suponen un paso hacia la regeneración y reafirmación de valores ancestrales y no representa un evento trágico, sino un paso hacia una nueva forma de ser. En la civilización occidental los ritos tienen el propósito de facilitar el ascenso de las almas hacia la inmortalidad y mitigar el dolor de los deudos. Velorios, rezos, entierros, cremaciones, momificaciones, edificación de monumentos, contratación de plañideras, entre otros, y sea cual sea la opción funeraria que se practique, representan un elaborado código simbólico sobre la base del cual se construye la aceptación de tan triste realidad social.
Luto y honras fúnebres
El luto constituye la expresión simbólica del sentimiento de pérdida experimentado como respuesta universal a la muerte, una expresión social en si misma y, por lo tanto, externa y sujeta a una gran variabilidad cultural. Cada comunidad proporciona las normas de comportamiento social, entre las cuales se incluyen las conductas apropiadas para cada momento del duelo.
En La Ilíada, los griegos rescatan el cadáver de Patroclo para las honras fúnebres. Luego hará lo propio Príamo, suplicando por la devolución del cuerpo de Héctor derrotado por Aquiles ante las murallas de Ilión, para el rito de uso y costumbre en el mundo homérico.
El luto es la expresión medianamente formalizada de responder a la muerte, es decir la muestra externa de los sentimientos de pena y duelo ante el fallecimiento de un ser querido.
La costumbre de llevar ropa negra sin adornos se remonta al Imperio romano, cuando la toga pulla, hecha de lana de color oscuro se vestía en los períodos de luto. En el mundo medieval el luto riguroso de las reinas europeas fue de color blanco. Era costumbre en Francia vestir el deuil blanc o luto blanco.
En el siglo XVI los Reyes Católicos crearon un conjunto de leyes que fueron denominadas como la Pragmática de Luto y Cera, el 10 de enero de 1502. El doctor Antonio Vallejo Nágera afirma que doña Juana fue la que estrenó esa nueva vinculación sentimental con el negro ante el fallecimiento de su esposo Felipe Habsburgo, que tan bien lo ha retratado el pintor aragonés Francisco Pradilla y Ortiz en su lienzo titulado Doña Juana la Loca, conservado en el Museo del Prado.
Las mujeres soportaron el mayor peso de estas costumbres que implicaban llevar ropas cerradas negras y velos negros de crepé. En Inglaterra se esperaba que las viudas llevasen este luto estricto por cuatro años. Prescindir de estas ropas antes de ese tiempo era considerado irrespetuoso hacia el difunto.
El hogar del difunto también habría de vestirse de luto. Tapetes, mantelería se sumaban a la cobertura de las ventanas con pesadas telas oscuras. El luto implicaba no concurrir a fiestas ni eventos públicos a excepción de los ritos religiosos. Las niñas veían así pasar su juventud en un forzado encierro.
En nuestro continente
En nuestra América coexisten prácticas de origen indígena que se mezclan con elementos sagrados de origen hispano para generar las tradiciones funerarias bajo dos premisas fundamentales: la búsqueda de la vida eterna y la atenuación del dolor que la muerte trae consigo mientras se espera la tan ansiada resurrección.
A pesar de que muchas costumbres y usos coloniales son dejados a un lado al entrar en la época independiente, o al menos practicados con menos exceso, el luto riguroso fue llevado por las familias en el siglo pasado. Por años enteros la casa estaba enlutada, de tal manera que las muchachas jóvenes pasaban a veces los mejores años de su juventud sin ir a reuniones, bailes o cualquier otra diversión.
Los lutos eran muy costosos y enajenaba las más de las veces las magras entradas o fortunas de los americanos. En el Río de la Plata la situación era peor, pues no existían riquezas como en el Perú o México para poder sostener los gastos que ocasionaba. Se llegó a tal situación que hubo de prohibirse el luto excesivo.
Diversas fueron las costumbres referidas al velorio y entierro de los muertos en el Río de la Plata. Al difunto se lo vestía con su mejor ropa, y se lo colocaba en el féretro o sobre un paño negro sobre el suelo. Para el velorio se invitaba a todos los parientes y amigos. El objeto era velar una noche, rogando en favor del alma del que ha partido, pero entre uno y otro rosario se toma mate, se come, se bebe. Se interrumpen el servicio de las viandas con el murmullo triste y lento del De profundis, al que se dedican algunos deudos.
En tierras católicas generalmente precede al deceso la administración del sacramento de la Extremaunción. Expresa el Derecho Canónico que Jesucristo concedió en todos los tiempos a sus siervos recursos saludables, fortificándolos en el fin de la vida con este sacramento. El sacerdote confiere la gracia al enfermo por medio del santo óleo y de la oración que a él va unida, se borran los pecados y se aumentan las fuerzas para vencer las incomodidades de la enfermedad.
El rito mortuorio impone en todos los casos el oficio religioso que es siempre de cuerpo presente, pudiendo tener el carácter de oficio mayor cantado con cruz alta, u oficio menor con cruz baja. El cuerpo se sepulta en el interior del templo, cuando el occiso fue un personaje notable en vida, o en el campo santo que rodea a la Iglesia si se trata de una persona común.
Juan de Valdés Leal, en su óleo Finis Gloriae Mundi, Fin de las Glorias Mundanas, (Iglesia del Hospital de la Caridad en Sevilla) nos ofrece una obra alegórica sobre la fugacidad de la vida humana. La muerte, curiosamente el mayor y más misterioso acontecimiento de la vida y hecho universal, cumple acabadamente el lema de la revolución francesa pues el único fenómeno que asegura inexorablemente igualdad para todos los habitantes de este planeta.
La "sociedad líquida"
En todos los tiempos, la última despedida hacia una persona adquirió ribetes de excepción. Pero, ¿qué pasa con esos seres a quienes se les ha tronchado la vida en situaciones de violencia irracional? En esos casos, sólo la celeridad de la justicia puede tributar una última despedida que confiera dignidad a la persona que fue en vida y que conforte a sus deudos.
Más acontece que, en esta bendita tierra, hay quienes han partido sin que se haya condenado a sus verdugos. Los ejemplos son infinitos. Sería interminable el catálogo de las muertes y desapariciones, demasiadas veces negadas, frivolizadas y hasta celebradas. Entre los casos recientes, las víctimas de los atentados contra de la Embajada de Israel y la AMIA, el asesinato del fiscal Alberto Nisman, son crímenes irresueltos. En el caso de Nisman, además fue largamente escarnecido luego de muerto, por haberse atrevido a denunciar hechos de corrupción.
Violencia demencial en el caso de la niña Morena Domínguez y la ferocidad salvaje de la que fue víctima Cecilia Strzyzowski, como de muchas víctimas a quienes no aguarda una tumba, ni un cinerario que alivie el tormento de sus familias.
Cabe a los poderes del Estado velar por la integridad física de sus ciudadanos proporcionando legislaciones puntuales y protocolos que contribuyan a su seguridad. Y a la justicia agilizar los procedimientos para el esclarecimiento de las causas. Los organismos responsables no operan con eficiencia sobre la prevención del delito. Una visión zaffaroniana se aparta del respeto que la víctima se merece.
Un capítulo aparte es el crecido número de fallecidos por COVID, en un Estado que no ha tomado las previsiones necesarias y dilató las medidas y especuló con la provisión de vacunas.
En todos los tiempos, la muerte fue objeto de respeto. En nuestra sociedad líquida, de valores endebles o ausentes, donde prima la materia y la inmediatez, las víctimas son noticia efímera y de olvido veloz. Un nuevo asesinato sepulta en el olvido al anterior. Y la inseguridad, hecho crónico, por cotidiano realimenta la extensa lista de ciudadanos víctimas en diversas circunstancias. Una persona fallecida cualquiera que sea su raza, religión o convicción política, merece ser despedida de acuerdo a la cosmovisión que tuviera en vida. Una extensa nómina de personas fallecidas y no por causas naturales se acrecienta día a día ante la mirada impasible de los funcionarios. Muertos sin tumba, muertos sin justicia. En materia de seguridad y justicia, el Estado tiene una deuda pendiente, porque las víctimas no descansan en paz.