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La violencia que sufren diariamente los habitantes del conurbano bonaerense estalló ayer en la avenida General Paz, cuando los colectiveros indignados por el asesinato de un compañero -el tercero en pocos años- expulsaron al ministro de Seguridad Sergio Berni, con una golpiza brutal que pudo costarle la vida.
El colectivero Daniel Barrientos estaba a un mes de jubilarse, cuando los delincuentes lo emboscaron en La Matanza.
Berni había llegado al corte de la avenida en un helicóptero, fiel a su estilo de sobreactuación y despliegue visual de fuerza y decisión. Los colectiveros lo echaron literalmente a golpes, y debió ser rescatado por la policía de la Ciudad, ya que él insistía en quedarse, mientras gritaba: "Yo soy el que da la cara". Una forma tácita de reconocer que, en general, y no solo en materia de seguridad, los funcionarios le sacan el cuerpo a los malos momentos. Los agentes se lo llevaron por la fuerza. El reproche de los colectiveros fue: "Andate, mentiroso". Una factura por las promesas incumplidas. También la UTA trató de mentiroso a Aníbal Fernández. Y el reproche final fue para la política en general: "Que se vayan todos".
Los compañeros de Barrientos comparten con la mayoría de los bonaerenses la frustración de un Estado que no logra frenar el delito, entre otras cosas, porque sus funcionarios no están preparados y porque no existe, ni en seguridad ni en ningún área, un plan serio, sostenido en el tiempo, financiado y consensuado con la oposición.
En setiembre de 2020 esa ineptitud generalizada había quedado a la vista. El presidente Alberto Fernández le quitó el 1% de la coparticipación a la Ciudad Autónoma (a Rodríguez Larreta) para salvar a Axel Kicillof y a Berni de la anomia policial y delictiva en que se sumergió el gobierno bonaerense. En un atropello absurdo para un sistema federal, metió mano a los fondos de un distrito para favorecer al corazón electoral del poder central: el conurbano. El resultado está a la vista. La Matanza, el municipio crítico de esa proveedora de votos, es el escenario del mayor incremento de inseguridad desde entonces. Por eso, ni el intendente Fernando Espinoza ni la vicegobernadora también matancera Verónica Magario aparecieron en escena. El hartazgo también se manifestó contra ellos.
La politización de la inseguridad es un veneno para la sociedad, porque la deja a la intemperie. A los gobernadores y a algunos presidentes les encanta sacarse fotos delante de los patrulleros. Tanto, que a veces presentan los mismos vehículos en diferentes distritos. Pero con eso, nada cambia.
En el conurbano, una región en vías de favelizarse, proliferan al mismo tiempo la pobreza, el desempleo, la aparición de motochorros, bandas juveniles e inexpertas, zonas liberadas y nuevas modalidades criminales. Narcotráfico, entraderas, robos en las casas de las familias en vacaciones, secuestros y una extensa trama de comercio clandestino donde se monetizan los bienes robados.
Gobernadores, intendentes y policía "administran" esa violencia urbana, de acuerdo con un criterio técnico difícil de entender. Si tal criterio tuviera validez, en este caso no brinda ningún resultado.
Los golpes que ayer recibió Berni parecen la exteriorización de una reacción generalizada en el seno de una población, la de menores ingresos, justamente, que pide "mano dura" a los jueces y a la policía, y que últimamente muestra cada vez más signos de predisposición a hacer justicia por mano propia, es decir, a la persecución de los delincuentes y, como un paso más, al linchamiento.
Tres cuestiones saltan a la vista
En primer lugar, es imprescindible profesionalizar a las fuerzas de seguridad. Esto significa capacitarlas en todas las funciones que les corresponden y crear un sistema que neutralice ilícitos, como las complicidades que hoy se descubren entre delincuentes y las fuerzas de seguridad.
En segundo lugar, va a ser imposible profesionalizar a la policía mientras se mantenga el relato garantista que los coloca a la misma altura de los criminales y les restringe el uso de armas, mientras que estas se multiplican en manos de los delincuentes. El policía no puede abusar de ellas, está claro, pero tampoco el Estado puede seguir eclipsando la realidad del delito. De nada sirve tener a las fuerzas de seguridad bajo sospecha.
Y en tercer lugar, terminar con la "puerta giratoria". El servicio de seguridad debe garantizar los derechos de los detenidos, en cuanto a calidad de vida y de acuerdo a su edad. Pero es inconcebible la impunidad de los criminales.
Claro que estas tres condiciones son tarea para estadistas, una especie que no abunda en la Argentina. Pero sin asumir la responsabilidad, el ataque a Berni será solo la chispa que anuncia el incendio.