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Los albores del sindicalismo remontan al socialismo utópico. Owen, Saint Simon, Fourier, imaginaron un mundo distinto y más justo, en pleno auge del capitalismo. Soñadores y no tanto, porque terminaron imponiendo una agenda de reformas que parecían imposibles, como la jornada de ocho horas y la prohibición del trabajo infantil.
Qué lejos está de aquel sueño gran parte del sindicalismo argentino. Su definición es el anacronismo. Ni sueños ni agenda. Abandonaron la utopía y, lo que es más grave, abrazaron una cantinela temática que poco tiene que ver con los trabajadores y menos con el país. Sin eufemismos: solo se vinculan con su ombligo de privilegios.
En rigor, son parte central de un problema mayúsculo: un gobierno en el vacío. Ese concepto tan poderoso que sirve de marco cuando fija el límite del precipicio, pero que deviene agujero negro insondable cuando se lo supera. Estamos inmersos en un vacío político ilimitado, que explica una agenda excéntrica, de espaldas a la gente, como la dolarización de la economía.
En el caso de la Confederación General del Trabajo, su aporte más reciente ha sido proponer la reducción de la jornada laboral. No deja de ser notable su capacidad para descentrar la discusión fuera de los temas que urgen e importan. En un país con más de 100% de inflación, con niveles de informalidad alarmantes y un índice de pobreza que llega casi a la mitad de la población, su propuesta es trabajar menos.
Con el entusiasmo del que carece de ideas, se subieron al vector del hedonismo político imperante en el partido de gobierno, ese que propuso vacaciones gratis, divertimentos chabacanos costeados con impuestos y terminó en algo tan absurdo como el "derecho al futuro", publicitado en ostentosos carteles de eventos deportivos. Menos trabajo para aumentar el trabajo, sería el razonamiento, desafiando casi todos los textos de economía, desde Smith en adelante, incluyendo al mismísimo Marx y su esforzada plusvalía.
Hablando de Marx, parece que quieren recrear una nueva dialéctica hegeliana, una síntesis en fuga hacia adelante: si no puedo garantir derechos básicos, pues invento el "derecho al futuro"; si no puedo asegurar la canasta básica, pues aseguro recreaciones primitivas, y si no puedo defender a los trabajadores que digo representar contra la inflación y el desempleo, pues propongo una jornada laboral reducida, como si estuviéramos en Alemania, Dinamarca o Noruega, que la tienen, salvando las distancias físicas y de progreso.
Todo esto por esquivar lo obvio e inevitable: no defienden a quien tienen que defender, de lo que los tienen que defender. Quedaron fuera de tiempo y espacio, sin poder justificar su perenne negativa a la transformación laboral que necesita el país. Y no nos estamos refiriendo a flexibilizaciones absurdas, sino a cuestiones concretas que van desde un fuero laboral que no funciona y alienta la industria del juicio hasta millones de jóvenes en la informalidad.
Llegó la hora de un sindicalismo en serio, que abandone el cinismo, honre sus orígenes y piense auténticamente en los trabajadores, el país y su futuro. No debería ser una utopía.