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Biología e Inteligencia Artificial; una nueva amenaza existencial

Domingo, 27 de octubre de 2024 02:27
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"Lo que estamos creando es un monstruo cuya influencia va a cambiar la historia -siempre que quede algo de historia-. Sin embargo, sería imposible no seguir adelante, no solo por razones militares, sino también porque sería poco ético desde el punto de vista de los científicos no hacer lo que saben que es factible, sin importar las terribles consecuencias que pueda tener"; dijo el polímata húngaro-estadounidense John von Neumann a propósito del Proyecto Manhattan. En el corazón mismo de la tecnología está el siempre avanzar sin medir consecuencias.

A este nefasto "mandato ético" enunciado por von Neumann, se une el perverso mantra económico actual "fallar barato y rápido"; que hace florecer una cultura tecnológica que avanza sin pensar; sin pedir permiso; mucho menos perdón. El error es "tolerable y positivo" y las consecuencias son "daños colaterales" con cierta aquiescencia del mundo científico y de la sociedad, en general.

Durante más de un siglo la biología ha sido una fuerza para el progreso. A principios del siglo XXI, las vacunas ayudaron a casi erradicar la viruela, la peste bovina o la poliomielitis; por nombrar ejemplos que evidencian avances innegables. Otro ejemplo emblemático es el SIDA. Durante décadas el SIDA mataba. Hoy se propaga en millones de personas cada año pero, gracias a los avances científicos, existen cócteles que bloquean la replicación viral y que transformaron la enfermedad, de una sentencia de muerte a una condición médica con la cual tanto el enfermo como su entorno pueden convivir.

Solo que, como todo, el progreso científico es un arma de doble filo. Un cuchillo sirve tanto para cortar el pan y alimentar a una familia, como para matar.

Doctores de la muerte

Desde tan temprano como la Primera Guerra Mundial distintos países del mundo experimentaron con armas químicas y biológicas. Para cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, estas iniciativas habían evolucionado hacia armas diseñadas para matar a seres humanos a una escala industrial.

La brutalidad de esta práctica es contada -de manera magistral- por Haruki Murakami en cierta parte de "Crónica del pájaro que da cuerda al mundo". Allí describe con crudeza cómo, en la Manchuria ocupada por los japoneses, el oficial militar japonés Shir Ishii supervisó la distópica Unidad 731; unidad encargada de probar los efectos del ántrax, tifus, paratifus, muermo, disentería e, incluso, la peste bubónica, en miles de prisioneros de guerra.

Durante los últimos días de la guerra, Ishii propuso la operación "Cerezos en Flor por la Noche", que planteaba liberar pulgas infectadas con peste bubónica sobre las principales ciudades de la costa oeste de Estados Unidos. El plan fue vetado por el jefe del estado mayor general del ejército quien dijo: "Si se lleva a cabo una guerra bacteriológica, esto pasará de ser una guerra entre Japón y Estados Unidos a una batalla de la humanidad contra las bacterias". Cuánta racionalidad entre tanta locura.

Hoy, la tecnología permite crear moléculas, proteínas y fármacos a velocidades jamás imaginadas y a costos decrecientes. Pero la pregunta corre en doble sentido. ¿Qué pasaría si, en lugar de buscar curas, se buscaran enfermedades? Mustafa Suleyman y Michael Braskar, cuentan en "La ola que viene", cómo una IA, ante esta pregunta, identificó en sólo seis horas más de cuarenta mil moléculas con una toxicidad comparable a la de las armas químicas más peligrosas, como el Novichok (*).

El peligro latente

En tecnología informática, se denomina "prueba de penetración" a ataques simulados a sistemas informáticos utilizando herramientas y técnicas que emplearían hipotéticos adversarios. Dichas pruebas son utilizadas por todo tipo de gobiernos y empresas y no es raro encontrar a los mejores hackers del mundo trabajando en todo tipo de organizaciones haciendo estas tareas.

Sin saberlo, la humanidad fue sometida a una suerte de "prueba de penetración": el COVID-19. El virus probó la capacidad del mundo para defenderse de un nuevo patógeno; prueba en la que fracasamos con todo éxito. El COVID llegó a todas partes, desde estaciones de investigación en la Antártida hasta tribus aisladas del Amazonas; niveló a los vulnerables y a los poderosos; a los trabajadores y a los jefes de estado. Los confinamientos draconianos y las vacunas ralentizaron la propagación del virus, sin detenerlo por completo. Y, el número relativamente bajo de muertes no fue porque la sociedad logró controlar la enfermedad sino porque la infección resultó ser letal "de manera moderada".

En los últimos 60 años, los investigadores han desarrollado una comprensión muy sofisticada tanto de la biología molecular como de la biología humana, lo que ha permitido el desarrollo de nuevos patógenos mortales. Han descubierto cómo crear virus que pueden evadir la inmunidad; cómo evolucionar virus existentes para que se propaguen con mayor facilidad y cómo manipularlos genéticamente para hacerlos más letales. Estos avances biológicos -potenciados ahora por el uso de la

inteligencia artificial-, hacen que sea hoy más sencillo producir nuevas enfermedades. Algunos patógenos sintéticos podrían ser capaces de matar a muchas más personas y causar mucha más devastación económica que otro coronavirus.

Evitar este potencial desastre debería ser una prioridad para la humanidad y es un problema al menos tan peligroso y complejo como otros grandes desafíos que enfrentamos en este Antropoceno temprano; como las armas nucleares o el calentamiento global.

Hackers biológicos

Durante la Guerra Fría, las distintas potencias nucleares del mundo evitaron una catástrofe en parte gracias al concepto de la destrucción mutuamente asegurada. Los estados elaboraron doctrinas complejas y firmaron una variedad de acuerdos internacionales de no proliferación que mantuvieron controlado el número de países con armas nucleares. La Unión Soviética y los Estados Unidos crearon numerosos sistemas, incluidos protocolos de mando y control y líneas directas, para disminuir la posibilidad de que un malentendido condujera a una guerra catastrófica.

Sin embargo, cuando se trata de armas biológicas, esto no funciona. La destrucción mutuamente asegurada se basa en el miedo, algo generalizado en la era nuclear y que no lo es ahora frente a una potencial guerra biológica; aún a pesar de la experiencia del COVID. Quizás porque, a diferencia de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki, no ha habido ataques biológicos que se hayan convertido en recordatorios históricos mundiales de algo que no puede volver a suceder.

La destrucción mutuamente asegurada también depende de la capacidad de un estado para identificar al atacante. Con las armas nucleares esto es fácil. En cambio, con las armas biológicas, los estados pueden liberarlas y evadir la detección y, por lo tanto, la represalia. O un gobierno podría liberar un virus peligroso y culpar a otros estados; incluso a actores no estatales. De igual manera, estos mismos actores no estatales podrían liberar patógenos mortales; convirtiendo a la destrucción mutuamente asegurada en algo inútil. Y si bien ningún gobierno arriesgaría la aniquilación de su país, muchos terroristas y lobos solitarios radicalizados no se preocupan por la supervivencia de los Estados.

En 1969, Joshua Lederberg, famoso microbiólogo conocido por sus trabajos en genética e inteligencia artificial advirtió que las consecuencias de una proliferación biológica sin control serían similares a "poner bombas de hidrógeno a la venta en los supermercados". Y el mundo, hoy, está lleno de supermercados bien abastecidos con materiales para fabricar estas bombas.

"Hic sunt dracones"

No se puede frenar el avance de la tecnología. "Para el progreso, no hay cura" dijo von Neumann. "Cualquier intento de encontrar canales seguros para la presente variedad explosiva de progreso debe conducir a la frustración. La única seguridad posible es relativa, y se encuentra en el ejercicio inteligente del juicio diario".

Quizás sea hora de tomar conciencia de que vivimos en un inmenso sistema cerrado; sujeto a fuerzas que no podemos controlar; en el que las mayores amenazas son invisibles; amenazas invisibles que están siendo creadas por nosotros mismos, los seres humanos.

El desafío definitorio para el siglo XXI será ver si el mundo es capaz de sobrevivir a la aparición de todas estas tecnologías que prometen transformar a la civilización. Al igual que la energía nuclear, son productos de la investigación humana y, al igual que la energía nuclear, no hay manera de detenerlas. Pero la sociedad puede prevenir lo peor de sus consecuencias ejerciendo el "juicio diario". Sería bueno entender esto a tiempo.

«Hic sunt dracones». «Aquí hay dragones» era la frase que se colocaba en mapas antiguos de acuerdo con la práctica medieval de poner serpientes marinas y otras criaturas mitológicas para referirse a territorios inexplorados o peligrosos. Quizás debamos comenzar a marcar los mapas tecnológicos con este claro y fuerte «Hic sunt dracones» y a rezar para que no desaparezca -jamás-, el imprescindible "juicio diario".

(*) Novichok es un agente nervioso desarrollado por la Unión Soviética en los años 1970 y 1980. Algunas fuentes lo califican como el agente nervioso más mortífero jamás desarrollado. Su utilización está prohibida por la Convención sobre Armas Químicas.

 

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