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El próximo 26 de octubre será, sin duda, un hecho trascendente en la historia política de nuestro país. No se trata solo de renovar bancas en el Congreso. Se trata de algo mayor: de decidir la magnitud, el grado, y la profundidad de un experimento político que carece de gobernabilidad, pero no de ideas.
La elección también tiene una grave connotación geopolítica con la intromisión de Estados Unidos. La elección preguntará si nos resignamos a ser un territorio administrado por un poder frágil, dependiente y sin rumbo.
La elección legislativa es, en ese sentido, una oportunidad y una advertencia. Una oportunidad de reconstruir los equilibrios institucionales que garantizan la democracia y la gobernabilidad; y una advertencia, porque lo que está en juego no es menor: ante la dificultad, la deriva autoritaria es real y se alimenta de la precariedad de un gobierno que ha demostrado carencias morales, técnicas e institucionales. En este contexto, tres argumentos resultan centrales para el domingo: pensar en el modelo de desarrollo, la estabilidad democrática y el del rol del Congreso hacia adelante.
El Estado eficiente
Toda nación que ha logrado un sendero de prosperidad, desde Corea del Sur a Finlandia, desde Brasil a Canadá, ha tenido un factor común: un Estado fuerte, moderno y presente. No omnipresente, pero sí capaz de planificar, de articular, de hacer cumplir las reglas del juego. Esa es la línea que trazan economistas como Mariana Mazzucato o el crítico de Milei, el premio Nobel de Economía Paul Krugman: los países que se desarrollan no son los que reducen el Estado a su mínima expresión, sino los que logran dotarlo de capacidad, legitimidad y dirección estratégica.
El debate argentino parece haber olvidado esa evidencia. Durante meses, el discurso oficial ha insistido en la necesidad de "liberar al mercado" y de "desmantelar la estructura estatal" como si el Estado fuera el problema. Pero la historia y los datos muestran otra cosa. Los países más competitivos son aquellos donde el Estado coordina, invierte y regula con eficiencia. Donde la infraestructura, la educación, la ciencia y la justicia son bienes públicos que garantizan movilidad social, productividad y cohesión.
Argentina no puede crecer si destruye su andamiaje institucional. No puede industrializarse sin un Estado que impulse crédito productivo, conectividad y formación técnica. No puede reducir la pobreza si desfinancia la política social, la ciencia o abandona las economías regionales a su suerte. Un Estado moderno no es el que gasta más, sino el que gasta bien. No es el que asfixia la iniciativa privada, sino el que le da previsibilidad y confianza. Lo que está en juego en estas elecciones legislativas es justamente eso: si el Congreso será un actor que impulse un Estado inteligente o si se rendirá ante la lógica de la motosierra, que en su brutalidad económica termina cortando el futuro. La discusión sobre desarrollo no es ideológica, es empírica. Los países que lograron prosperidad sostenida lo hicieron con instituciones fuertes, administración pública profesional, planificación estratégica y un pacto fiscal estable. Sin esas condiciones, lo que hay es populismo de mercado: un poder que privatiza ganancias y socializa el ajuste.
El presente
Si el primer argumento mira al futuro, el segundo interpela el presente. La Argentina de Javier Milei atraviesa una de las etapas más inestables desde la restauración democrática. El gobierno que llegó con la promesa de ordenar la economía y terminar con la "casta" hoy se encuentra cercado por escándalos de corrupción, crisis institucionales y una dependencia creciente de Washington. El caso LIBRA, la criptomoneda promovida por funcionarios cercanos a la Casa Rosada y denunciada por estafa internacional, se ha convertido en símbolo de un gobierno sin control interno.
A eso se suman las investigaciones judiciales que salpican a la Secretaría General de la Presidencia, a empresarios afines y a operadores que orbitan en el círculo íntimo del poder. La lógica del "anticasta" ha terminado devorada por su propia casta.
Pero el problema es más grave: no es solo moral, es estructural. Un gobierno con semejante déficit de credibilidad pierde autoridad para liderar reformas Y cuando la política se vacía de legitimidad, los resortes de la democracia comienzan a fallar. La leve independencia judicial se erosiona, el control parlamentario se diluye y el debate público se contamina de ruido y odio. Episodios de violencia democrática sobran en este tiempo. Desde este lugar siempre se argumentó que la crispación atrae a la violencia, y en ese rulo, podemos perder la institucionalidad qué tanto costo construir.
A su vez, el vínculo con Estados Unidos, revela otro tipo de fragilidad: la dependencia externa como sustituto de la política nacional. El acuerdo con el Tesoro norteamericano, anunciado con pompa como rescate financiero, termina condicionado al resultado de las elecciones legislativas.
Nunca la diplomacia argentina había sido tan explícitamente subordinada a intereses externos. El mismo Milei que se jactaba de su soberanía discursiva terminó aceptando tutelas que reducen la autonomía del país y lo colocan en una posición de vasallaje económico. Un gobierno débil busca fuerza donde no la tiene: en la concentración del poder. De ahí las ofensivas contra los medios, las amenazas a sectores políticos, la manipulación de los organismos de control y la descalificación sistemática de quienes piensan distinto. El grito de "¡viva la libertad!" se ha transformado en una coartada para sofocar las libertades ajenas. La democracia argentina no está colapsada, pero sí estresada. Y los síntomas son claros: intolerancia, autorreferencia, falta de rendición de cuentas y una peligrosa confusión entre liderazgo y mesianismo. Frente a eso, el Congreso se convierte en el último dique de contención. Si esa barrera se rompe, si el oficialismo logra una mayoría que transforme al Legislativo en una escribanía del Ejecutivo, la democracia argentina entrará en zona de riesgo.
El tercer argumento nos devuelve al núcleo institucional de esta elección: el rol del Congreso. El presidencialismo argentino siempre ha sido fuerte, pero también lo ha sido su sistema de equilibrios. Los momentos de mayor estabilidad se dieron cuando el Congreso supo actuar como contrapeso, articulando consensos y limitando los impulsos autoritarios del Ejecutivo. A modo de ejemplo, pensemos en el mismísimo vicepresidente votando en contra de una ley bisagra de su gobierno. En cambio, cuando el Congreso se transformó en una maquinaria de obediencia, el país terminó en crisis.
El riesgo de esta elección es evidente: si el oficialismo logra mayoría propia, la concentración de poder puede volverse irresistible. Y lo paradójico es que incluso si Milei gana, puede perder porque al eliminar la intermediación legislativa, al imponer su agenda sin negociación, destruye los canales de legitimación que necesita para gobernar. Gobernar no es mandar: es persuadir, construir acuerdos, generar confianza. Y la confianza no se decreta, se gana.
En los últimos meses, la Casa Rosada ha dado señales preocupantes: ha desfinanciado programas sin aprobación parlamentaria, ha designado funcionarios por decreto, ha interferido en organismos autónomos, y ha intentado reformar leyes clave sin debate público. Cada uno de esos movimientos erosiona el sistema de pesos y contrapesos que sostiene a la república.
En este punto, el Congreso no es una institución más. Es la columna vertebral del sistema democrático. Allí se expresan las provincias, los partidos, los sindicatos, las organizaciones sociales. Allí se discute el presupuesto, se controlan los decretos, se fiscalizan los actos de gobierno. Un Congreso débil equivale a una ciudadanía silenciada. Milei ha dicho que no le importan los "consensos" y que gobernará "contra la política". Pero sin política no hay democracia, y sin democracia no hay gobernabilidad posible. La tentación autoritaria no siempre llega de uniforme: a veces llega envuelta en retórica libertaria, en memes y en gestos de marketing. El autoritarismo posmoderno no necesita censurar: le basta con saturar, con ridiculizar, con vaciar el sentido de las instituciones. Por eso esta elección no es solo una contienda de nombres o listas: es una batalla simbólica por el rol del Congreso en el siglo XXI. Si triunfa la lógica del verticalismo, el Parlamento se reducirá a una oficina de homologaciones; si triunfa la lógica del pluralismo, la Argentina podrá reconstruir los equilibrios perdidos.
Las elecciones legislativas son, ante todo, un acto cívico. No porque se vote "bien" o "mal", sino porque cada voto implica una definición ética: ¿aceptamos el deterioro institucional como precio del orden? ¿o asumimos que sin instituciones fuertes no hay orden duradero?
El gobierno actual ha demostrado que su brújula moral es errática. Se proclama enemigo de la casta, pero reproduce privilegios; denuncia la corrupción ajena, pero calla la propia; pide sacrificio a los sectores medios, mientras sus funcionarios multiplican gastos y favores. La austeridad se ha vuelto un eslogan vacío, y la transparencia, un discurso sin práctica. Argentina no puede seguir atrapada entre el cinismo y la resignación. Necesita una política que vuelva a creer en sí misma, una sociedad que no tolere la mentira como método ni el desprecio como identidad. Y para eso, la elección del 26 de octubre será una prueba de madurez colectiva. Porque votar no es solo elegir representantes: es definir qué tipo de contrato social queremos sostener.
· Politólogo. Doctor en Derecho. Codirector Droit Consultores