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En tiempos cuando la información circula a la velocidad de un clic, uno podría pensar que las voces del mundo tienen el mismo derecho a ser escuchadas. Sin embargo, vivimos una paradoja: nunca se habló tanto, y nunca se escuchó tan poco. Las palabras abundan, pero el silencio impuesto sigue siendo la herramienta más eficaz del poder.
A lo largo de la historia, el silencio ha tenido dueños. Los poderosos, los que escriben las reglas, los que deciden qué es verdad y qué no, han sabido manipularlo con una precisión quirúrgica. No necesitan callar con gritos ni censurar abiertamente; basta con distraer, desviar, saturar de ruido hasta que las voces distintas se pierdan en el eco. Y así, sin violencia visible, el silencio se vuelve costumbre.
Las voces que se atreven a disentir suelen ser tildadas de exageradas, molestas o fuera de lugar. La estrategia es simple: deslegitimar para desactivar. En un mundo donde el discurso dominante se disfraza de verdad absoluta, quien cuestiona pasa a ser el enemigo. Y mientras tanto, el resto aprende a callar para sobrevivir.
El poder del silencio impuesto no está solo en lo que se calla, sino en lo que se logra impedir que otros digan.
En nuestras comunidades, ese silencio adopta formas más sutiles, pero igual de dañinas. Se calla al docente que opina distinto, al trabajador que reclama, a la mujer que denuncia, al joven que pregunta. Se calla con indiferencia, con burla, con burocracia, con miedo, con un incendio. Se calla para no incomodar, para no perder el trabajo, para no quedar marcado. Y así, sin darnos cuenta, nos volvemos cómplices de un sistema que nos enseña a no hablar.
Callar es una forma de obedecer, y obedecer, en ciertos contextos, es renunciar a la propia conciencia. El problema es que el silencio impuesto no se limita al ámbito político o mediático; también se infiltra en la vida cotidiana. Lo vemos en las redes sociales, donde el ruido digital disfraza la censura con algoritmos. Lo vemos en las escuelas, donde la educación repite estructuras sin promover el pensamiento crítico. Lo vemos en los barrios, donde el miedo y la pobreza impiden reclamar lo que corresponde.
El silencio impuesto es, en definitiva, una forma moderna de control. Y una sociedad que deja de creer en su propia voz, deja de ser libre.
Sin embargo, todavía hay esperanza. Siempre la hay. Cada vez que alguien se anima a hablar desde la verdad, aunque tiemble, se rompe un pedazo del muro del silencio. Cada vez que una comunidad se organiza para reclamar justicia, la historia da un paso hacia adelante. Cada vez que un docente, un periodista, un artista o un ciudadano común se niega a callar, el poder pierde un poco de su dominio.
Escuchar las voces que fueron calladas no es un acto de caridad: es un deber cívico. Significa reconocer que la democracia no se mide por las elecciones, sino por la posibilidad de disentir sin miedo. Significa entender que ninguna sociedad puede llamarse libre si solo unos pocos deciden qué se dice y qué se calla.
Recuperar la palabra es también recuperar la dignidad. Quizás el desafío más grande de nuestro tiempo no sea hablar más, sino escuchar de verdad. Escuchar al que no tiene micrófono, al que no sale en las noticias, al que no encaja en la narrativa oficial. Porque cuando el silencio tiene dueño, el primer acto de rebeldía es prestar atención.
El poder del silencio impuesto se desarma con una herramienta sencilla y humana: la palabra libre. Esa que no pide permiso, que no se arrodilla, que se atreve a decir lo que muchos piensan y pocos se animan a pronunciar. Y tal vez ahí, en esa palabra valiente, comience el verdadero cambio que tanto necesitamos.