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Es discriminatorio y brutal considerar que un homicida de 14 años no es consciente de la maldad de sus actos, o que una banda de menores de 17 años puede matar impunemente a patadas a otro joven en una supuesta pelea callejera. Es decir, ni la edad ni las condiciones familiares de crianza les pueden dar mantos de inmunidad. La otra discriminación, tan brutal como la primera, es bramar por la mano dura, la prisión perpetua o la pena de muerte. Porque ambas conductas contribuyen a la deshumanización.
La sociedad no puede pagar el precio de la impunidad. Pero frente a esto no hay sólo cárceles y garrote. Un encierro, en lo que antes se llamaba "reformatorio", sin presencia de expertos en psicología y educación, y sin programas sólidos de recuperación solo se convierte en una escuela del delito, o en un hábitat propicio para la formación de futuras bandas criminales.
Cuando el adolescente siente que la sociedad lo considera irrecuperable, actuará como tal. Será un resentido con experiencia suficiente para convertirse en un delincuente precoz, que no valora su vida ni la de nadie, pero que además sabe cómo desenvolverse con eficiencia ante la policía y los otros criminales.
Para eso se requieren espacios adecuados y profesionales que lo ayuden a descubrir el sentido de su propia vida. Donde aprenda un oficio y pueda estudiar.
La contrapartida, el abolicionismo, obligaría a mandarlo de nuevo a su casa, pero eso solo aceleraría su carrera delictiva y, probablemente, su encuentro con la muerte.
La seguridad es un problema demasiado complejo y no es para improvisados voluntaristas. Las cárceles superpobladas, los presos hacinados en comisarías, la falta de atención mínima tanto sanitaria como nutricional de los hombres y mujeres presos también es delito. Y es un delito del Estado por ineficiencia e irresponsabilidad.