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En el discurso de asunción de su segundo mandato, Donald Trump anunció: "Perseguiremos nuestro destino manifiesto hacia las estrellas, lanzando astronautas estadounidenses para plantar las barras y estrellas en el planeta Marte".
Ese "destino manifiesto" al que se refirió no es un concepto nuevo surgido de la mente de Trump. Se trata de una idea tan antigua como que su origen hay que encontrarlo en los primeros inmigrantes puritanos llegados a América del Norte quienes, huyendo de la persecución religiosa del rey Jacobo I Estuardo, buscaron encontrar en el Nuevo Mundo la paz que no tenían en su tierra.
La redención conquistadora
Casi simultáneamente, desembarcaron en el mismo destino inmigrantes de otras parcialidades protestantes, que compartían con los puritanos la doctrina de origen calvinista que jugaría un papel central en la idea del "destino manifiesto". Para su visión, el éxito que el hombre alcance en esta Tierra, trátese de individuos aislados como de una sociedad, constituía el signo probatorio de que Dios los tenía entre los elegidos a la Salvación.
La idea que se fue desarrollando entre los líderes religiosos de las citadas comunidades fue que su experiencia había sido similar a la huida de Egipto por parte de los judíos que lograron escapar, ayuda de Dios mediante, de la persecución decidida por el faraón. Esa analogía, elevada a la categoría de artículo de fe, convirtió a su nuevo asentamiento en una Tierra Prometida a la que llegaron por inspiración divina.
La consecuencia de tal visión era considerarse el Pueblo Elegido por Dios para cumplir una misión en el Nuevo Mundo que los pueblos católicos, ya asentados para entonces en América -españoles, franceses y portugueses- no estaban llamados a cumplir por no profesar lo que ellos consideraban la verdadera fe cristiana.
La consecuencia de tal manera de pensar y creer era que Dios veía con buenos ojos la expansión territorial del país a expensas de los dominios colonizados por los europeos de signo católico.
Todo lo que vengo diciendo no desdice en absoluto mi profundo respeto por todas las iglesias y religiones y mi condición de cristiano pro-ecumenismo. Aquí lo que analizo, con la mayor objetividad posible, son las utilizaciones políticas que se hicieron de determinadas creencias religiosas, lo que no me autoriza a poner en duda la sinceridad y buena fe de quien está convencido de hacer el Bien a partir de la puesta en práctica de tales creencias.
Hecha esa necesaria aclaración acerca de mis principios vuelvo a la historia.
La avanzada territorial
A comienzos del siglo XIX la nueva nación consiguió cerrar la compra -forzada para quienes vendieron - de la Luisiana a Francia y la Florida a España. Luego las ambiciones estadounidenses se orientaron contra el vecino más débil, Méjico que, en 1848, como corolario de un conflicto que duró dos años, perdió a manos del vencedor más de la mitad de su territorio, incorporando los Estados Unidos una estratégica y vasta costa en el Pacífico.
La expresión "destino manifiesto" fue creada en esa época por el periodista John L. Sullivan, hombre de muchos lectores, para designar algo que no tenía nombre pero que ya estaba firmemente consolidado como creencia en toda la sociedad. En 1845 dijo en una nota que apareció en la revista "Democratic Review" de Nueva York, número julio-agosto de 1845, en momentos en que escalaba la tensión con Méjico:
"El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino".
Estados Unidos también recibió, sobre todo a partir de su independencia, importante número de inmigrantes católicos, especialmente de Méjico, Irlanda, Italia y los reinos germánicos situados al oeste de la actual Alemania. Pero la clase política gobernante se mantuvo constituida, con muy raras excepciones, por hombres de fe protestante. Recordemos que tuvieron a su primer presidente católico en la persona de Kennedy recién en 1961.
Esa hegemonía protestante, que duró desde los tiempos iniciales de la colonia hasta transcurrido más de siglo y medio de vida independiente, cimentó aún más la idea del "destino manifiesto". El vertiginoso progreso del país le probaba a su "establishment" que no eran una nación más, sino que por su crecimiento en territorio, población y desarrollo económico eran los elegidos de la Providencia. En 1880 ya habían alcanzado la condición de primera potencia del mundo en términos industriales.
Donald Trump acaba de ser el último en recordar esa vocación a que su pueblo está llamado.
El mito y el interés terrenal
La idea misma del "destino manifiesto", reverdecida en diferentes momentos de la historia estadounidense por presidentes, capitanes de industria, académicos, periodistas y otros escritores, ha hecho enorme daño a la imagen de los EE.UU. en América Latina, alimentando desde tiempos remotos prejuicios que, combinados con ideologías de origen marxista que veían en los Estados Unidos la perfecta encarnación del imperialismo de inspiración capitalista, crearon un rechazo a aquél país y a todo lo que a sus ojos representaba, impidiendo así un acercamiento más profundo y mutuo que todavía es asignatura pendiente.
El presidente norteamericano, al iniciar su segundo mandato, planteó para su gestión objetivos insólitos y altamente perturbadores del orden jurídico y político global, como es su pretensión de incorporar Panamá, Canadá y Groenlandia a la soberanía norteamericana.
Sin perjuicio de que tales utópicos proyectos se fundan en intereses muy actuales de orden geopolítico, militar y económico, detrás de los mismos subyace, como justificante ideológico, el convencimiento del "destino manifiesto" que convoca a su país a cumplir con los designios divinos.
Pretensiones de Trump
Si tales ambiciones territoriales no suscitaran la adhesión mayoritaria de su pueblo, estaríamos frente al hecho nuevo y auspicioso que marcaría que el "destino manifiesto" ya no tendría la fuerza que concitó en el pasado, y que sólo se trataría de un irrealizable y obsoleto anhelo de Trump.
Si ocurriera lo contrario, esto es un apoyo popular a las pretensiones de Trump, estas serían de todos modos ilusorias, toda vez que las características del orden global actual las hace irrealizables.
La actitud que a mi juicio debería seguir el Gobierno argentino en esta delicada cuestión sería la de mantener silencio sobre tales proyectos expansionistas, para no enturbiar prematuramente la relación bilateral, tan importante para nuestro presente. Si debiera romper tal silencio porque la Casa Blanca decide avanzar con esas ambiciones, entiendo que corresponde de nuestra parte una reafirmación prudente pero clara del respeto que defiende la Argentina hacia la integridad territorial y soberanía de los Estados, la misma que ha venido violando Vladimir Putin desde su anexión de Crimea y la posterior invasión de Ucrania en 2022.