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Cada ciclo económico argentino trae su propio fetiche financiero. En los 80' fue la tablita. En los 90', el uno a uno. En los 2000, los superávits gemelos. Hoy, en 2025, el nuevo objeto de deseo es el Bonte, una criatura híbrida, de moneda cruzada y rendimientos imposibles, que ilustra más la desesperación del gobierno que una solidez macroeconómica.
El Gobierno de Javier Milei, a través del ministro Luis Caputo, el autor del bono de 100 años, presentó la última colocación de deuda como la "vuelta a los mercados". Un bono en pesos suscribible en dólares, que incorpora además un put a dos años: un seguro para el inversor y un peligro potencial para el Tesoro. ¿Una jugada astuta o una trampa de la que, como tantas veces, nos costará salir? Conviene mirar hacia atrás para entender hacia dónde vamos. En 1982, la dictadura militar estatizó la deuda privada de grandes empresas bajo el pretexto de "evitar una crisis sistémica". El resultado fue una bomba de tiempo que terminó estallando con el Plan Bonex en 1989: una confiscación disfrazada de canje forzoso, donde los plazos fijos fueron transformados en bonos sin aviso previo. Aquello no fue solo una estafa técnica, fue la institucionalización del trauma financiero con el que vivimos los argentinos.
Avancemos unos años. En 2016, Mauricio Macri volvió al endeudamiento externo con un entusiasmo que rozó lo imprudente. Entre bonos a 100 años y colocaciones récord, se intentó cubrir el déficit fiscal sin reformas estructurales. ¿El resultado? Default en cámara lenta. El famoso "rollover" de deuda dejó de ser una herramienta de política para convertirse en un test mensual de supervivencia. El mercado no se cansa de repetir la misma lección: si para conseguir dólares tenés que pagar 10% anual en dólares, el problema no es la tasa, es el modelo.
Hoy, el Gobierno de Milei se encuentra en esa misma encrucijada, pero con otro decorado. El Bonte ofrece un rendimiento del 31,7% en pesos. Si se asume que el dólar oficial sube al ritmo de las bandas (1% mensual), la tasa implícita en dólares llega al 19% anual. Un número que, más que confianza en el país, revela una expectativa clara: esto no es sostenible. El inversor no compra futuro, compra cobertura. Pero lo más interesante del Bonte no es su tasa, sino su contradicción. Caputo criticó enérgicamente los puts durante el gobierno anterior por su impacto en la emisión monetaria potencial. Llegó incluso a denunciar a bancos que los habían ejercido. Hoy, no solo los reincorpora: los celebra.
La política económica argentina tiene la capacidad de disociarse del archivo como si no existiera, como si la historia fuera una hoja de Excel que se actualiza al gusto del ministro de turno. En este caso, a gusto de un ministro que endeudó a la Argentina a montos récord con el Fondo Monetario Internacional y también fue presidente del Banco Central.
La región
La pregunta entonces no es si el Bonte es bueno o malo. Es si podemos permitirnos seguir recurriendo a instrumentos excepcionales para cubrir déficits estructurales. La tasa alta no es una anomalía, es el precio de nuestra desconfianza crónica. Mientras otros países de la región -Chile, Perú, Uruguay- emiten deuda a 100 puntos básicos de riesgo país, nosotros seguimos coqueteando con los 700. El único que nos supera es Bolivia, que no tiene un mercado financiero nacional funcional. Más allá de la macro, hay un componente político subyacente. En plena antesala electoral, tener un dólar planchado es prioridad absoluta. No importa el costo. Se toleran tasas elevadas, se habilita la entrada de capitales especulativos sin control y se posterga la salida completa del cepo a fuerza de deuda cara. Todo para lograr el milagro electoral: estabilidad precaria con narrativa de éxito. Una fórmula que ya sabemos no funciona, tal como explotó en los 90' y desató la devaluación del 2014 de la mano del ahora Gobernador de Buenos Aires.
El riesgo, entonces, es doble. Primero, porque cada uno de estos instrumentos tiene vencimientos. Y cuando esos vencimientos lleguen, volveremos al dilema eterno: o se paga, o se renueva, o se patea. Segundo, porque con cada parche financiero se posterga la necesidad de construir una macroeconomía mínimamente ordenada. Sin plan fiscal de mediano plazo, sin acumulación genuina de reservas, sin esquema monetario creíble, cualquier bono es apenas un gesto de ansiedad. Lo que falta en Argentina no son ideas, son financistas. Pero no del tipo que buscan tasas de dos dígitos en dólares. Faltan funcionarios que puedan construir reglas de juego estables, instituciones que garanticen continuidad, actores que no vivan del atajo sino del contrato. El Bonte, en ese sentido, es un espejo de nuestra carencia. La economía nunca deja de ser una función de la política. El activo más importante de la política es la confianza. La confianza se construye con formas, con instituciones fuertes, con reglas claras, con plan de crecimiento, con educación pública, con ciencia y técnica, con inversión social.
El problema no es que el Bonte exista. El problema es que nadie puede decirnos qué pasa en mayo de 2030, cuando venza. Ni siquiera en mayo de 2027, cuando se active el put. Lo único que sabemos es que hoy sirve. Y en eso estamos: sumando instrumentos que nos permiten sobrevivir el trimestre, pero que complican cada vez más el horizonte. El nuevo "put Caputo" es, en realidad, un síntoma. De que la política argentina sigue gobernando para el día siguiente. De que la confianza no se construye con conferencias ni hashtags. De que los economistas de Chicago y de Berkeley, de izquierda o de derecha, pueden decir lo que quieran, pero mientras no se acumulen dólares, no hay salida. El Bonte no es el regreso a los mercados. Es una declaración de que todavía estamos afuera. Porque las deudas, como los errores, siempre vuelven.