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A los operadores de la justicia penal -jueces, fiscales y abogados- y al público en general, les pasa lo mismo con un instituto muy antiguo, como es la prescripción de la acción penal. Se olvidan de él hasta que la realidad los obliga a recordarlo y a pensarlo de nuevo.
Hace apenas unas semanas, fue noticia que se habían encontrado restos humanos en el fondo de una casa sita en calle Congreso al tres mil setecientos, del barrio porteño de Coghlan, en la que, en los años 2002 y 2003, vivió el recordado artista Gustavo Cerati. Poco después, pudo establecerse que, en realidad, los restos habían sido encontrados al fondo de un chalet vecino. Se derrumbó una pared y un operario que vio los restos dio aviso al encargado de la obra.
El caso adquirió una extraordinaria difusión. Un dato condujo a otro, intervino una vez más con su precisión y eficacia el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y los restos fueron identificados como pertenecientes a Diego Fernández Lima, que tenía apenas dieciséis años cuando desapareció, el 26 de julio del año 1984. La autopsia determinó que probablemente murió ese mismo día, después de ser acuchillado a la altura de la cuarta costilla derecha.
Si bien sus padres hicieron la denuncia en la comisaría de la Policía Federal Argentina, correspondiente a la zona, todo parece indicar que nadie, excepto su padre y sus familiares, buscaron al joven. Uno de los hermanos de Diego dijo que su padre anotaba en una libretita los datos que le parecían importantes. Lo cierto es que, durante todos esos años, sus restos estuvieron enterrados en el fondo de esa casa, junto con todo lo que tenía puesto. Se estableció que la que fuera su tumba medía un metro con sesenta de largo, tenía sesenta centímetros de ancho y otro tanto de profundidad.
Los hechos se sucedieron uno tras otro. Hoy cualquier persona hace clic en su equipo y sabe que en esa casa vivía una familia de apellido Graf. El padre ya falleció. Lo sobrevivió su esposa, de unos noventa años de edad, y probablemente dos hijos -puede haber otro-, una mujer y un varón, que se llama Cristian y es a quien se tiene como involucrado de alguna manera en este caso. El día en que esta nota fue redactada Cristian Graf se presentó por medio de un abogado ante el tribunal que interviene en la investigación, para someterse a la justicia. Varias fotografías actuales del nombrado ya se publicaron.
Esta es una de las realidades que mantiene siempre presente a la prescripción. La otra corresponde a un crimen sucedido el 25 de noviembre de 2006, en el barrio privado Villa Golf, en Río Cuarto, Córdoba. La víctima fue la dueña de casa, Nora Dalmasso, que fue estrangulada con el cordón de su bata de baño. Su cadáver desnudo estaba en el dormitorio matrimonial.
Ese crimen fue investigado por quienes en estos días son los investigados. Es una paradoja, lamentablemente real. En un primer momento se popularizó la palabra "perejilazo", creada por la chispa cordobesa, para referirse a un hombre humilde que fue acusado porque sí. Después la acusación fue en contra de uno de los hijos de la víctima, Facundo, que hoy es abogado; luego, contra el esposo, el médico Marcelo Macarrón. Los dos fueron desvinculados de la causa, con la particularidad de que al viudo lo absolvió un jurado popular mixto. En esa provincia, el jurado es integrado por jueces profesionales y ciudadanos sorteados de un padrón.
En 2023, una prueba de ADN encontró coincidencias entre una huella tomada en la escena principal del crimen con los datos genéticos de una persona que desde un primer momento fue mencionada en la investigación. Era el parquetista Roberto Bárzola, que en el tiempo en el que la dueña de casa fue asesinada, trabajaba en lo suyo en ese mismo lugar.
Como ya habían pasado unos dieciséis años desde la comisión del delito, la acusación procura establecer si en ese lapso de tiempo Bárzola cometió un nuevo delito. ¿Cómo?: pidiendo informes a todas las provincias para establecer si ello fue así o si no lo fue.
Cuarenta y un años sin Diego. Cerca de diecinueve, sin Nora Dalmasso. Penalmente, son casos cerrados, porque ha pasado tanto tiempo que las acciones penales se extinguieron por la prescripción. Es la regla en la legislación penal argentina. La única excepción son los delitos de lesa humanidad, que no prescriben y pueden investigarse cualquiera sea el tiempo transcurrido desde su comisión.
Los operadores de la justicia penal ya lo saben. El gran público -a quien están dirigidas estas notas- debe saber que los orígenes de la prescripción penal son remotos: la Antigua Grecia, para algunos; la "lex Iulia de adulteriis", en tiempos de Augusto, en la Antigua Roma. En la Argentina, hay antecedentes del instituto en la legislación del reino de España, que se aplicara junto al Proyecto del doctor Carlos Tejedor hasta que tuvimos nuestro primer Código Penal, en 1886. Así fue desde entonces y lo siguió siendo hasta nuestros días.
Por supuesto que hay otras maneras de enfrentar el problema del paso del tiempo respecto del crimen. En la legislación estadual de los Estados Unidos de América, por ejemplo, ciertos delitos graves quedan al margen de toda limitación semejante, que subsiste para los delitos menores, conocidos como felonies y misdemeanors. Los homicidios más graves, equivalentes a nuestros calificados, no prescriben. Tampoco prescribe todo delito relacionado a la traición. En el orden federal, es imprescriptible la acción nacida de delitos castigados con la pena de muerte.
Pero volvamos al eje de nuestra nota de hoy. ¿Cuál es el fundamento de la prescripción? Es un límite que el mismo Estado establece para su gran poder de vigilar y castigar (ese fue el título de la icónica obra de Michel Foucault). El tiempo interfiere en la efectividad del poder de castigar. Mientras más tiempo pasa, disminuye la necesidad de reprimir.
El amigo lector sabrá disculpar cierto dogmatismo, pero esa es una consecuencia necesaria de haber adoptado un derecho penal liberal. Incluso así, es una materia opinable en el Derecho. Ni qué decir desde la Filosofía jurídica y de la Ética.
Siempre serán palabras, más o menos elegantes, y habrá historias más o menos bien construidas. Nada ni nadie quitará el sabor amargo de la impunidad que perdurará en la sociedad y en esas familias tan dolidas, a pesar del paso del tiempo. Ese es un tema que excede el limitado objetivo de esta nota.
Perdón por la tristeza. A este columnista le gustaría conocer la libretita del papá de Diego. Quiere creer que como Dios existe, ya los unió en la eternidad.