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De a poco, sin ruido y con disfraz de modernidad, nos han ido colonizando las palabras. No llegaron con barcos ni con espadas. Llegaron con series de televisión, publicidades de perfumes y teléfonos inteligentes. Llegaron envueltas en la promesa de lo global, de lo cool, de lo top. Nos invadieron el habla cotidiana con sus "likes", sus "followers", sus "influencers", sus "trends" y sus "startups". Se nos metieron por las redes, por las pantallas, por los oídos. Y nos encontraron distraídos. Peor: nos encontraron colonizados antes de darnos cuenta.
No se trata, claro, de negar la existencia de otros idiomas, ni de cerrar las puertas al aprendizaje de nuevas lenguas. Todo lo contrario. Quien aprende otra lengua, amplía su visión del mundo. Pero una cosa es aprender, y otra, muy distinta, es olvidar o despreciar la propia. Y eso es lo que nos está pasando.
Nuestro idioma, el castellano, tiene una belleza rotunda. Y dentro de ese idioma, nuestra variante argentina —con sus yeísmos, su voseo, su musicalidad, su lunfardo criollo, su mezcla de pueblos y de inmigraciones— es una joya lingüística. Una forma de ver el mundo. Una manera de habitar el tiempo, la memoria, el barrio. Y sin embargo, hay quienes parecen avergonzarse de él. Hay quienes, sin dominar ni el castellano ni el inglés, creen que hablar con palabras extranjeras los hace más inteligentes, más modernos, más importantes. Pobres. No saben lo que dicen. Literalmente.
¿Desde cuándo un "delivery" es mejor que un reparto? ¿Por qué un "coach" suena más elevado que un entrenador? ¿Desde qué momento un "meeting" parece más serio que una reunión? ¿Por qué alguien se siente más ejecutivo si usa "deadline" en vez de fecha límite? ¿Y qué lógica hay detrás de decir "after office" cuando todos sabemos que la oficina se termina y arranca el bar de siempre, con la misma birra de litro? ¿Cuál es la urgencia de anglicanizar todo, como si el castellano no fuera suficiente para expresar lo que vivimos?
A veces, incluso, da ternura —o pena, según se mire— ver a ciertos personajes que no logran hilar una frase sin errores en su idioma natal, pero se esfuerzan por meterle un "whatever", un "by the way" o un "OMG" con acento de Tercer Cordón del Conurbano. Como si el uso de extranjerismos fuera un pasaporte directo a la élite. Como si los pueblos dejaran de ser pueblos por pronunciar mal una palabra extranjera.
Lo más grave no es que adoptemos palabras ajenas. Lo más grave es que, al hacerlo sin entenderlas, dejamos de darle sentido a las nuestras. Las palabras no son solo sonidos. Son cultura. Son historia. Son identidad. Cuando decimos "che", estamos invocando siglos de mestizaje, de afecto informal, de cercanía criolla. Cuando decimos "bondi", estamos rescatando la historia del colectivo como símbolo del trabajador urbano. Cuando usamos palabras como "laburo", "mina", "guita", "quilombo" o "chamuyo", no estamos empobreciendo el idioma: lo estamos enriqueciendo con nuestra propia forma de sentirlo.
Pero parece que eso no alcanza. Que para muchos el castellano rioplatense ya no es suficiente. Que necesitamos un diccionario paralelo, inventado, mal pronunciado y peor escrito, donde cada palabra anglosajona es una declaración de estatus. Como si ser argentino estuviera fuera de moda. Como si lo nuestro fuera demasiado local, demasiado sudaca, demasiado poco glamoroso.
Y entonces surgen las paradojas. El pibe de barrio que no sabe conjugar un verbo en pasado, pero se autodenomina "gamer". La influencer que no diferencia "haber" de "a ver", pero te explica cómo ser una "digital nomad". El empresario que no puede decir tres frases sin "outsourcing", "networking" o "benchmarking", y que jamás leyó a Sarmiento, ni a Borges, ni a Cortázar. Y claro, el político que, queriendo parecer moderno, termina diciendo "target" cuando podría decir público, o "feedback" cuando bastaba con devolución.
No es un pecado usar otras lenguas. El pecado es olvidar la propia. Y peor: burlarse de ella. Sentirse menos por hablar como hablamos. Como si nuestra forma de decir no fuera también una forma de ser. Como si el idioma no nos hubiese costado siglos de construcción, de mestizaje, de síntesis cultural.
El castellano —ese que trajeron los conquistadores y que nosotros hicimos nuestro, mezclándolo con el quechua, con el guaraní, con el mapuche, con el cocoliche de los tanos, con el yiddish de los abuelos de Once, con el lunfardo del tango— es una lengua viva. Una lengua que canta, que piensa, que siente. Que no necesita prótesis extranjeras para decir lo que nos pasa. Que puede hablar del amor, de la muerte, del fútbol, del dolor y de la esperanza con la misma fuerza con que lo haría Shakespeare, pero con el alma de un tal Homero Manzi.
¿Y entonces? ¿Vamos a resignar esa riqueza por unos cuantos likes? ¿Vamos a dejar que la lengua madre sea reemplazada por un diccionario de moda, volátil y superficial, donde todo lo que no sea inglés parece estar fuera de época? ¿Vamos a renunciar a nuestra forma de hablar como renunciamos, tantas veces, a nuestras industrias, a nuestros trenes, a nuestros oficios?
Eso no se negocia.