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26 de Agosto,  Salta, Centro, Argentina
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La crisis educativa frente a la era de la inteligencia artificial.

Martes, 26 de agosto de 2025 00:52
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Escribir sobre la crisis educativa en Argentina es casi como narrar un drama conocido por todos, pero que se repite cada día con nuevos matices. Lo vemos en las aulas, en los pasillos de las escuelas técnicas, en los pupitres vacíos, en los docentes agotados y en las familias que sienten que el sistema no responde a las necesidades de sus hijos. Analizar esta crisis exige una mirada cuantitativa y cualitativa, porque los números son claros, pero detrás de ellos hay rostros, historias y esperanzas.

En el plano cuantitativo, basta revisar los últimos informes: niveles alarmantes de abandono escolar, bajo rendimiento en evaluaciones nacionales e internacionales, una infraestructura escolar deficitaria y presupuestos educativos que, pese a las promesas, siguen recortándose en términos reales. El dato es concreto: cada vez menos chicos llegan a terminar el secundario en tiempo y forma, y quienes lo hacen no siempre alcanzan las competencias básicas para el mundo laboral o académico.

Pero los números, aunque fríos, no alcanzan para comprender la magnitud del problema. La dimensión cualitativa es la que desnuda la crisis con más crudeza. La escuela, en muchos casos, ya no dialoga con los intereses, lenguajes y tiempos de los estudiantes. La brecha entre lo que se enseña y lo que la sociedad demanda se agranda. Los docentes, formados en un paradigma del siglo pasado, deben enfrentar a jóvenes que aprenden de modo fragmentado, acelerado y digital. Esa distancia se traduce en frustración mutua: alumnos que sienten que lo que estudian "no sirve para nada" y maestros que perciben que "ya no se puede enseñar".

La pregunta que surge entonces es inevitable: ¿es sustentable el modelo escolar tal como lo conocemos? Mi respuesta es no. El modelo, pensado para la Revolución Industrial y perfeccionado en la modernidad del siglo XX, ya no resiste los embates del siglo XXI. La escuela actual intenta formar ciudadanos en serie, con programas rígidos y estructuras verticales, mientras el mundo de hoy exige creatividad, adaptabilidad y pensamiento crítico. Pretendemos que el aula sea una cápsula de aprendizaje cuando, en realidad, el aprendizaje está desbordado, disperso y muchas veces más atractivo fuera de las paredes escolares.

Y aquí aparece otro interrogante decisivo: ¿puede la escuela adaptarse a la era de la inteligencia artificial? La IA no es una moda pasajera, es un cambio de paradigma tan profundo como lo fue la imprenta o Internet. Los jóvenes ya conviven con chatbots, algoritmos que personalizan contenidos, aplicaciones que corrigen en segundos y plataformas que ofrecen explicaciones más claras que un manual escolar. La escuela, en lugar de competir contra estas herramientas, debería integrarlas. Negar su existencia es condenarse a la irrelevancia.

Sin embargo, la integración de la IA no puede hacerse sin reflexión. Hay un riesgo latente: creer que la tecnología resolverá mágicamente los problemas estructurales de la educación. No basta con instalar computadoras, dar acceso a plataformas o delegar en una aplicación el rol del docente. La IA debe ser un aliado, no un reemplazo. El verdadero desafío es pedagógico y ético: cómo enseñar a los estudiantes a pensar críticamente frente a una máquina que responde en segundos, cómo formar criterios propios en un mundo de respuestas automáticas, cómo mantener la humanidad en la educación cuando la tentación es delegar todo en el algoritmo.

Como docente, sé que la adaptación no será sencilla. Implica revisar los planes de estudio, replantear los perfiles profesionales, actualizar la formación de maestros y, sobre todo, volver a poner al estudiante en el centro. La escuela debería ser un espacio de experiencias significativas, de trabajo en proyectos reales, de aprendizajes colaborativos que preparen para la vida y no solo para aprobar exámenes. El conocimiento enciclopédico perdió exclusividad: hoy lo que importa es aprender a preguntar, a seleccionar información y a darle sentido.

¿Es posible? Sí, pero no sin decisión política y coraje institucional. Necesitamos más inversión, más innovación, más confianza en los docentes y menos burocracia. Necesitamos comprender que la educación es la base de cualquier proyecto de país, y que sin ella todo esfuerzo será en vano. La crisis no se resolverá de un día para otro, pero sí puede encararse con honestidad, reconociendo que el modelo actual está agotado.

La educación del futuro no debería ser ni una copia empobrecida del pasado ni una rendición acrítica frente a la tecnología. Debería ser un puente: entre generaciones, entre culturas, entre saberes humanos y artificiales. Si logramos construir ese puente, tal vez la escuela vuelva a ser lo que siempre soñamos: un espacio de emancipación, de igualdad y de esperanza.

 

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