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Hay fechas que marcan a fuego la memoria de un país. En 1976, cuando la dictadura militar tomó el poder, también tomó por asalto a la educación. No fueron solo las universidades intervenidas ni los libros censurados: fue un modo de concebir la escuela como territorio de control y vigilancia. Se expulsaron docentes, se prohibieron centros de estudiantes y se mutiló la imaginación de generaciones enteras. La escuela no educaba para la libertad, sino para la obediencia. El silencio se convirtió en el valor supremo.
Con la democracia, en 1983, se nos abrió la esperanza. El regreso de la autonomía universitaria, la pluralidad de ideas y los centros de estudiantes fueron símbolos de una nueva era. Pero el entusiasmo inicial pronto chocó con las restricciones económicas y con un Estado que, pese a las promesas, no siempre supo ni pudo sostener esa transformación.
La década del noventa fue el laboratorio de la descentralización y la famosa Ley Federal de Educación. Se transfirieron escuelas a las provincias, pero sin recursos suficientes. Así, lo que en teoría era democratización terminó siendo desigualdad: la calidad educativa comenzó a depender del código postal. Mientras en algunos lugares se hablaba de computación y laboratorios, en otros todavía faltaban tizas y techos.
El nuevo siglo llegó con crisis. En 2001, las escuelas se convirtieron en refugios sociales más que en espacios de aprendizaje. Los comedores escolares alimentaron cuerpos, aunque el conocimiento quedara en suspenso. Allí se gestó un drama silencioso: la deserción de miles de adolescentes que cambiaron las aulas por changas.
Poco después, con nuevas leyes, volvió la ilusión. La educación se declaró derecho social, la secundaria se hizo obligatoria y se repartieron netbooks con el programa Conectar Igualdad. Muchos jóvenes tuvieron en sus manos, por primera vez, una computadora propia. Pero otra vez la realidad fue más fuerte que los discursos: la inclusión no siempre vino acompañada de calidad. El aula se llenó de estudiantes, sí, pero no siempre de aprendizajes.
Con el cambio de gobierno en 2015, se habló de evaluar para mejorar. El operativo Aprender encendió alarmas: los resultados en lengua y matemática mostraban un sistema que producía más frustraciones que oportunidades. La política educativa se volvió campo de batalla: entre la continuidad de programas inclusivos y la exigencia de "modernizar" la escuela.
La pandemia de 2020 nos dejó desnudos frente al espejo. Descubrimos que muchísimas casas no tenían internet, que muchos estudiantes no tenían computadora y que la palabra "virtualidad" era, en muchos barrios, apenas una ironía. Cuando las aulas reabrieron, la brecha ya se había ensanchado. Y hoy, mientras debatimos sobre financiamiento, reforma y modernización, la deuda más grande sigue intacta: garantizar que cada chico y cada chica, nazca donde nazca, tenga la misma oportunidad de aprender.
Desde 1976 hasta hoy, pasamos de la censura a la sobreinformación, de la obediencia obligada al desencanto colectivo. Seguimos atrapados en la paradoja de un sistema educativo que se dice gratuito y universal, pero que en la práctica reproduce desigualdades.
No alcanza con leyes ni con planes, no bastan computadoras ni evaluaciones estandarizadas. Hace falta un pacto social verdadero, que la escuela deje de ser rehén de gobiernos y se convierta en política de Estado. Que la patria se juegue en cada aula, en cada maestro, en cada chico que descubre que leer un libro puede ser más revolucionario que cualquier discurso.
Quizá el desafío, hoy más que nunca, sea volver a creer que en la educación está la llave. No para obedecer, como en la dictadura, ni para sobrevivir, como en las crisis, sino para imaginar un país distinto. Un país que todavía nos debemos.