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La muerte de Javier Saavedra a un día de ser juzgado por el crimen de Jimena Salas debería ser un punto de inflexión en la política penitenciaria de Salta. El imputado fue hallado con lesiones cortantes en un baño de la Alcaidía y luego trasladado al hospital del Milagro.
La autopsia indica que se suicidó, pero la investigación debe ir a fondo. Más allá de este grave hecho, hay un trasfondo estructural: una crisis que arrastramos hace años y que desde 2022 está formalmente reconocida como emergencia carcelaria. Tres años de emergencia declarada y, sin embargo, la realidad sigue igual o peor: cárceles colapsadas, una alcaidía saturada y comisarías que funcionan como prisiones improvisadas.
No faltan diagnósticos. El Comité Provincial contra la Tortura (CPT) lo ha dicho una y otra vez en informes. Villa Las Rosas, diseñada para 1.100 internos, hoy alberga más de 1.700. La sobrepoblación carcelaria es del 40%. No solo se trata de capacidad, sino de tener un mejor sistema. La modernización debe ser un principio rector, con tecnología especializada, para evitar incluso el ingreso de drogas. El mundo no es el mismo que hace cinco años, la vida en las cárceles tampoco.
La muerte de Saavedra no fue la primera ni será la última en estas condiciones. Ya hubo antecedentes de internos que fallecieron en Villa Las Rosas en medio de hechos violentos. El Estado no puede escudarse en la "responsabilidad individual" de los agresores: cuando una persona está bajo custodia, la responsabilidad de su vida e integridad es del Estado.
Algunos dirán que la situación económica del país hace imposible pensar en nuevas cárceles. El ejemplo de Jujuy demuestra lo contrario. En noviembre de 2023 se inauguró el Complejo Penitenciario de Chalicán, una obra de gran envergadura que muestra que cuando existe voluntad política se pueden hacer cosas. En Salta, en cambio, hace décadas que no se construye un penal nuevo. Lo máximo que escuchamos fueron anuncios de cárceles modulares en la zona sudeste, promesas que nunca pasaron del papel.
Mientras tanto, la normativa que rige el Servicio Penitenciario provincial quedó obsoleta. Se sigue trabajando con una legislación pensada para otra época, con dificultades para dar respuesta a una realidad en la que los presos se multiplican. Porque además hay otro factor clave: desde que la Provincia se hizo cargo de la persecución del microtráfico, la cantidad de detenciones aumentó significativamente. Una política criminal que puede discutirse, pero que en los hechos generó más presos en un sistema que ya estaba al límite.
La emergencia carcelaria lleva tres años y no hay un plan integral ni un presupuesto específico que lo respalde. La inversión en infraestructura penitenciaria no puede seguir siendo el último renglón de la agenda política.
Hay que decirlo con claridad: invertir en cárceles no es regalar privilegios a quienes cometieron delitos, es garantizar condiciones mínimas de humanidad y seguridad. Porque en cárceles hacinadas aumenta la violencia, se multiplican los motines y se pone en riesgo la vida de internos y de guardiacárceles. Porque sin infraestructura adecuada no hay posibilidad de programas educativos o laborales que apunten a la reinserción.
Cada día que pasa sin decisiones es un día en que la bomba de tiempo del hacinamiento sigue corriendo.