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Gastro-anomia

Cynthia Molinari, psicóloga
Martes, 14 de noviembre de 2017 00:00

Mientras la mayoría de los países del mundo transitan por un período de abundancia, y la producción industrial de alimentos provee una amplia variedad de comidas nunca antes vista, el ser humano, a menudo tan paradojal, pareciera retroceder y andar a contramarcha de los beneficios de su época.

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Mientras la mayoría de los países del mundo transitan por un período de abundancia, y la producción industrial de alimentos provee una amplia variedad de comidas nunca antes vista, el ser humano, a menudo tan paradojal, pareciera retroceder y andar a contramarcha de los beneficios de su época.

Hay estudios que revelan que en el mundo moderno los hábitos alimentarios han cambiado, y en perjuicio del ser humano. La cultura de la satisfacción inmediata, que es concomitante al consumo -en éste caso de alimentos- no para de ofrecer comidas rápidas, baratas, lights y snacks empaquetados, disponibles a toda hora y en cualquier kiosco de la ciudad, así como son accesibles con una simple llamada al delivery. Incluso la comida llamada "basura" (junk food) encabeza la lista de opciones, revalidando así la paradoja de éstos tiempos.

Sin embargo, comprobamos que la comida rápida, que es funcional a la vertiginosidad de cada día, satisface de inmediato la necesidad de alimentarse, al costo de hacerlo de cualquier manera: picoteando en un kiosco, comiendo el delivery en la cama o echados frente al televisor, en el trabajo junto al teclado del ordenador, caminando por la calle, en el colectivo o en el trayecto en subte.

Este malcomer que antes era el estilo de las grandes urbes, tienen hoy su correspondencia en pequeñas ciudades de la mayoría de los países latinoamericanos, abarrotadas de puestos de comidas -la mayoría informales- donde se venden, desde tempranas horas de la mañana: empanadas y papas fritas, choripanes, panchos, buñuelos, arepas, chipá, moqueca, pabellón, pupusas, hallacas o enchiladas, entre otras fuentes de carbohidratos y variedades altamente calóricas. Sentados en el cordón de la vereda, dentro del auto o caminando por las calles, vemos a cada quien con su ración, saciándose y devorando el hambre.

Sin el ritual de preparar el alimento, sin plato y sin cubiertos, sino con las manos vueltas utensilios, como en la cavernas, vemos al hombre moderno devorar, como el hombre primitivo, su porción en soledad. Pero sobre todo, vemos al hombre solo y callado sin el otro alrededor de la mesa, sin el otro comensal que habla y cuenta, que conversa o explica, el otro que escucha, que opina o que exagera, en fin… el hombre contemporáneo está solo, frente a una variedad incontable de comida, pero desconectado del otro, que es su semejante. El acto cotidiano de comer, por su repetición, se ha vuelto tan común y corriente, que deja fuera de sí la reflexión sobre cómo lo hacemos. Por lo tanto, el hombre contemporáneo tiene la ilusión de que elige, porque cree que en un menú de opciones encontrará lo que se adecua a sus necesidades.

La realidad es que el exceso de ofertas y de reglas nutricionales vinculadas a cada alimento, producen el efecto contrario, el de desinformación, porque a falta de un nomenclador, la gastronomía, se transforma en gastro-anomia, que es la falta (por exceso) de normas para lograr una meta. La cultura alimentaria, paralela al modo que se construye el mundo moderno, necesita no solo satisfacer el hambre y nutrir a las personas, sino también, y sobre todo, proporcionar un enclave de relaciones humanas, familiares, laborales y sociales que propicien un ascenso integral, y coloque a las personas a la altura de la época por la que transita la humanidad.

 

 

 

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