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Los años, la sabiduría y el cerebro

Sabado, 24 de octubre de 2020 02:28

El envejecimiento no conlleva necesariamente ninguna enfermedad neurológica. De hecho, muchos adultos mayores llegan a centenarios con la mente despierta e intelectualmente activos y han conservado todo su entusiasmo por la vida, todos sus intereses y facultades, aunque siempre conviene distinguir entre longevidad y vitalidad. Para que el cerebro permanezca sano, tiene que estar activo, sentir curiosidad, jugar, explorar y experimentar hasta el final.

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El envejecimiento no conlleva necesariamente ninguna enfermedad neurológica. De hecho, muchos adultos mayores llegan a centenarios con la mente despierta e intelectualmente activos y han conservado todo su entusiasmo por la vida, todos sus intereses y facultades, aunque siempre conviene distinguir entre longevidad y vitalidad. Para que el cerebro permanezca sano, tiene que estar activo, sentir curiosidad, jugar, explorar y experimentar hasta el final.

Si tenemos la suerte de llegar a viejos estando sanos, este asombro ante los prodigios de la vida nos puede mantener apasionados y productivos hasta el final de nuestros días.

La idea de que todo se pierde cuando hay un diagnóstico de enfermedad cerebral en personas mayores está demasiado extendida entre algunos neurólogos, igual que entre los pacientes y sus familias. A veces eso da lugar a una prematura sensación de impotencia y de que todo está perdido, mientras que, de hecho, todo tipo de funciones neurológicas, entre ellas muchas de las que construyen la personalidad, parecen extraordinariamente capaces de resistir incluso una profunda disfunción neuronal.

Hay una inmensa diversidad de presentación clínica de las enfermedades degenerativas del cerebro de los mayores, a pesar del hecho de que casi todos estos pacientes sufren procesos que son patológicamente parecidos. Las disfunciones neurológicas interactúan con todo lo que es específico y único en un individuo: sus puntos fuertes y débiles preexistentes, sus capacidades intelectuales, sus aptitudes, su experiencia vital, su carácter, su manera de ser habitual y las situaciones concretas de su vida.

Pese a los déficits el cerebro tiene siempre posibilidades de reorganizaciones mediante las cuales el organismo con el cerebro dañado busca sobrevivir, aunque fuera de una manera más rígida y pobre. El cerebro se reconcilia consigo mismo, se restablece a otros niveles.

Las devastadoras enfermedades degenerativas del cerebro de los mayores han aumentado exponencialmente con relación a la explosión demográfica del envejecimiento poblacional; se pueden observar todos los trastornos cerebrales posibles aun cuando los caminos por los que avanzan estas enfermedades sean tan distintos en cada paciente. Tarde o temprano los pacientes pierden la capacidad de expresar su dolencia, de comunicarla abandonándose a un estado de perplejidad y vacío, en cualquier momento propensos a desorientarse y dejar de ser.

Los servicios religiosos, el teatro, la música y el arte, la jardinería, la cocina y otras aficiones pueden anclar a los pacientes en la realidad a pesar de su desintegración, y temporalmente restaurar su concentración en una isla de identidad. Puede que todavía reconozcan melodías, poemas o relatos con los que estaban familiarizados, y que respondan a ellos a pesar de lo avanzado de la enfermedad, una respuesta que podría ser poderosamente asociativa y conseguir que el paciente recuperara, al menos durante un intervalo de tiempo, parte de sus recuerdos, sensaciones y antiguas capacidades y mundos. Todo ello podría suscitar un despertar al menos temporal.

Alcanzar una vejez en plenitud implica la integración de ingentes cantidades de información, la síntesis de la experiencia de toda una vida, todo ello unido a la prolongación e incremento de las perspectivas del individuo y a una especie de desapego o calma; se trata de un proceso completamente individual. Durante siglos los ancianos han sido portadores de uno de los grandes beneficios sociales: la experiencia. Eran el registro viviente de aquello que se podía y debía hacer en cada una de las circunstancias. La experiencia de vida de los mayores, su madurez y su sosiego ante los apresuramientos y las pasiones determinó que las comunidades siguieran confiando en sus consejos, lo que los convertía en líderes. Sin embargo, en nuestra época, cada vez se da menos importancia a la experiencia y hasta incluso se convierte en un obstáculo. La gente con más trayectoria no es la más buscada ni la más aceptada; nuestra cultura excluye al anciano porque además desprecia la sabiduría; no es una cultura de vida, sino de funcionamiento. La sabiduría es el saber vivir, y el funcionar es técnico, y lo que se respetaba del anciano en la antigedad era su memoria de sabiduría. Ser joven se ha convertido en un valor en sí mismo. Hay una tendencia a considerar enfermo todo lo que tiene algunos años de más. Conocemos los valores de la juventud: fuerza, belleza, agilidad, espontaneidad. No se consideran atributos la madurez ni la ancianidad, ni se tiene una valoración positiva de esta etapa de la vida. Es así como las personas mayores van perdiendo importancia, y poco a poco se las va arrinconando y destruyendo. Estamos ante el riesgo de ir hacia una juvenilización permanente de la sociedad.

 

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