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Luciérnagas: un brillo que casi desapareció de las noches salteñas

En Cerrillos, Campo Quijano o Rosario de Lerma todavía hay quienes juran haber caminado entre luces verdes y chasquidos de grillos. Hoy, ese recuerdo se volvió un verdadero tesoro. Las luciérnagas casi ya no se ven y los especialistas advierten que su desaparición no es misterio natural, sino consecuencia directa de la mano humana.
Lunes, 08 de diciembre de 2025 10:49
Las luciérnagas van desapareciendo

En la memoria colectiva de los salteños hay postales que el tiempo no logra borrar, con veranos con olor a alfalfa y un cielo casi sin cables que competían con el brillo de las luciérnagas. Alfredo, el “Flaco” Arjona, contó a El Tribuno: “Yo vivía en Cerrillos, por el lado de los Vallistos. Pleno campo. Solía volver del pueblo de noche por las vías y el camino se llenaba de luciérnagas. Parecían un arbolito de Navidad sin enchufe. También me cruzaba al burro Puppi, pero esa ya es otra historia”, relató el hombre, ya entrado en años.

"Gracias a Dios, en algunas noches de verano aún se las puede ver en algunos sectores del parque Bicentenario", aseguró Pablo Salamanca, vecino de El Huaico.

Hasta hace apenas unas décadas, las noches salteñas tenían una banda de sonido propia, la de los grillos, el viento tibio y un destello verde natural, que saltaba entre los árboles y los yuyos. Las luciérnagas y los tucu tucus eran parte del paisaje, de la infancia y de los juegos en las plazas de los pueblos. Hoy se han convertido en un lujo visual. Con suerte, alguien ve una cada tanto y la noticia corre como si se hubiese visto un fantasma.

 

Un mundo sin destellos

Un estudio internacional encendió las alarmas. Las luciérnagas están desapareciendo y los culpables no son los "ciclos de la naturaleza", sino el crecimiento urbano, la luz artificial desmedida y los pesticidas. Esa postal que todos recordamos, grandes pastizales en verano, se convirtió en pura nostalgia.

Hace un tiempo, la investigadora Sara Lewis, de la Universidad de Tufts, EEUU, analizó más de dos mil especies y coordinó un relevamiento global. Los resultados coincidieron desde Asia hasta América Latina: el primer enemigo mortal es la pérdida de hábitat. Donde antes había humedad, monte y noche cerrada, hoy existen rutas pavimentadas, fincas iluminadas, barrios privados, countries, desmonte y mucho cemento.

Las luciérnagas no solo “pasan por ahí”. Ellas necesitan oscuridad real, suelo húmedo, vegetación baja y silencio para sobrevivir. Su etapa como larva transcurre bajo tierra, meses enteros escondidas entre raíces. Si ese entorno desaparece, desaparecen ellas con él. Así de simple.

El segundo gran golpe es la luz artificial. Las luciérnagas no se orientan por olor, sonido o calor, se encuentran y se eligen a través de sus destellos.

Él parpadea. Ella responde. Él insiste. Ella acepta.

Ese ritual que parece poema no funciona con reflectores, luces frías y carteles LED encendidos toda la noche “por seguridad”. Según el científico Avalon Owens, la contaminación lumínica “arruina el ritual de apareamiento”.

Sin cortejo, no hay reproducción. Sin reproducción, no hay verano con luciérnagas.

Los pesticidas

A todo lo anteriormente expuesto se suma el uso extendido de pesticidas, especialmente neonicotinoides y organofosforados. Aunque estén pensados para eliminar plagas, terminan afectando también a insectos que no molestan ni enferman a nadie, y que además son parte clave de los ecosistemas.

El químico llega al suelo, se acumula y daña justamente el espacio donde las luciérnagas pasan la mayor parte de su vida. Los especialistas señalan que aún falta investigación, pero ya hay certezas suficientes de que los venenos también están apagando su brillo.

Un verano menos, una generación menos

Toda la vida adulta de una luciérnaga dura apenas unos días. No pasean y no descansan. Solo buscan reproducirse. Si justo en ese pequeño puñado de noches el ambiente falla, el ciclo se corta. Y si se corta un verano, se pierde toda una generación.

Sonny Wong, de la Sociedad de la Naturaleza de Malasia, lo dijo sin tecnicismos: “Queremos que sigan iluminando nuestras noches”. No se trata solo de un insecto menos, sino de un pedazo de cultura, de infancia y de paisaje que se va apagando.

¿Se puede hacer algo? Sí, pero ya

Las luciérnagas no reclaman ni hacen ruido. Simplemente se van. La pregunta que queda flotando, en Cerrillos, La Merced, Vaqueros y La Caldera, es incómoda pero urgente: ¿Estamos dispuestos a apagar un poco las luces para que se vuelvan a encender?

Menos reflectores y luces encendidas toda la noche. Menos químicos en jardines y fincas. Cuidar los bordes de ríos y humedales. Hay que dejar que la noche vuelva a ser noche. Si no lo hacemos, ese brillo verde quedará solo en conversaciones de sobremesa, como un recuerdo hermoso que no volverá. Y algún día, nadie podrá confirmar si de verdad existieron, o si solo eran un cuento más relatado entre amigos, en esas largas noches de verano.

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