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Los changos piden, no tengo la culpa

Jueves, 23 de mayo de 2013 22:15

 No es ninguna novedad que las costumbres de los jóvenes de unas décadas atrás, a los de hoy, tuvieron un cambio abismal en la sociedad. Y la changada de mi época añora esos tiempos lindos. Por eso cuando escribí por ejemplo sobre la boite americana El Kenco recibí comentarios con mucha alegría y de paso tentaciones e insistencia a que recuerde una vez más los tiempos del Bajo, en villa San Antonio, de donde yo alguna vez dije: “De aquel lado casas de familia y de este otro chicas de la vida”. La verdad es que a mí me dan un empujoncito y arrancó rápido, mas aún cuando se trata de recordar travesuras. Por ahí quiero arrugar, pero me parece escuchar la frase de Palomita Liendro que dice: “¡No arrugue que no hay quien planche amigo!”. Ya sé que corro el riesgo de que me reten las organizaciones que trabajan en la lucha contra la trata de personas, pero lo del Bajo existió y nadie lo puede negar. Anécdotas sobraron en esos tiempos, recuerdo que un hombre contaba que un día él se había tentado de visitar la Ciudad Gótica, como le decían algunos al Bajo para despistar, con tal mala suerte que dando vuelta por un rancho se topó de frente en su hijo. Entre risas relató que sobre el pucho lo retó al pendejo: “¡Chango y miesca, mirá a dónde te tengo que venir a buscar, ya vamos a la casa que la mamá está afligida!”. Y eso que lo que yo puedo contarles son migajas de un joven que lo atraía, entre otras cosas, el entorno en su totalidad. Algunas vez me tentaron algunas chicas para que escribiera un libro, de tonto no agarré la volada, hoy sería un betseller salteño. Esas chicas muy traviesas tenían anécdotas e historias de vida a granel, como aquella cuando las chicas gritaron: “La cana, la cana” y el parroquiano que estaba adentro salió como corriendo una carrera de embolsao. Cuando el asustado estaba por tomar la calle, la chica dice que desde lejos le gritó: “¡Infeliz y esto me lo dejás para mí!”. Era el calzoncillo que con el susto se había olvidado de ponerse. Entre carcajadas contaba la chica que el vago lo hizo un bollito, lo metió al bolsillo y salió como gato perseguido por los perros para que no lo agarre la cana. ¿Churo no? 

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 No es ninguna novedad que las costumbres de los jóvenes de unas décadas atrás, a los de hoy, tuvieron un cambio abismal en la sociedad. Y la changada de mi época añora esos tiempos lindos. Por eso cuando escribí por ejemplo sobre la boite americana El Kenco recibí comentarios con mucha alegría y de paso tentaciones e insistencia a que recuerde una vez más los tiempos del Bajo, en villa San Antonio, de donde yo alguna vez dije: “De aquel lado casas de familia y de este otro chicas de la vida”. La verdad es que a mí me dan un empujoncito y arrancó rápido, mas aún cuando se trata de recordar travesuras. Por ahí quiero arrugar, pero me parece escuchar la frase de Palomita Liendro que dice: “¡No arrugue que no hay quien planche amigo!”. Ya sé que corro el riesgo de que me reten las organizaciones que trabajan en la lucha contra la trata de personas, pero lo del Bajo existió y nadie lo puede negar. Anécdotas sobraron en esos tiempos, recuerdo que un hombre contaba que un día él se había tentado de visitar la Ciudad Gótica, como le decían algunos al Bajo para despistar, con tal mala suerte que dando vuelta por un rancho se topó de frente en su hijo. Entre risas relató que sobre el pucho lo retó al pendejo: “¡Chango y miesca, mirá a dónde te tengo que venir a buscar, ya vamos a la casa que la mamá está afligida!”. Y eso que lo que yo puedo contarles son migajas de un joven que lo atraía, entre otras cosas, el entorno en su totalidad. Algunas vez me tentaron algunas chicas para que escribiera un libro, de tonto no agarré la volada, hoy sería un betseller salteño. Esas chicas muy traviesas tenían anécdotas e historias de vida a granel, como aquella cuando las chicas gritaron: “La cana, la cana” y el parroquiano que estaba adentro salió como corriendo una carrera de embolsao. Cuando el asustado estaba por tomar la calle, la chica dice que desde lejos le gritó: “¡Infeliz y esto me lo dejás para mí!”. Era el calzoncillo que con el susto se había olvidado de ponerse. Entre carcajadas contaba la chica que el vago lo hizo un bollito, lo metió al bolsillo y salió como gato perseguido por los perros para que no lo agarre la cana. ¿Churo no? 

 
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