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Despidos e insultos devaluados

Sabado, 24 de febrero de 2024 02:07

Las relaciones laborales, como otras interacciones humanas, suelen presentar situaciones donde las partes involucradas se ofenden, se amenazan o se insultan. Aunque parecería que en la realidad es el empleador quien más improperios suelta, los casos jurisprudenciales sobre el tema mayormente se refieren a las groserías proferidas por el trabajador hacia sus superiores jerárquicos. Si bien nuestra legislación (a diferencia de la española) no contempla en forma expresa las ofensas verbales como causal de despido numerosas sentencias han admitido que los insultos proferidos por el trabajador a sus jefes (inclusive a sus compañeros) pueden constituir injuria suficiente como para que el empleador dé por terminada la relación sin pago de indemnizaciones. Ahora bien, una gran dificultad para los jueces es determinar cuáles son las palabras que se consideran injuria grave que justifique el despido del trabajador. No es cuestión de pedirle al trabajador que antes de proferir un insulto verifique si está incluido en el Inventario general de insultos de Pancracio de Celdrán o en el Diccionario Argentino de Insultos, injurias e improperios (también subtitulado "Puto el que lee") de la editorial Barcelona. Los trabajadores más escrupulosos también podrán consultar el Gran diccionario del insulto (ed. Insulton.es) que con sus 2322 vocablos se presenta como uno de los más completos de la materia. Para profundizar en la temática puede leerse también la Biblia del insulto de María Irazusta (subtitulado: Eso lo será tu madre). Trabajadores con mayor nivel de exigencia cultural deberían recurrir a la obra de referencia obligada contenida en los dos volúmenes del Diccionario secreto del premio Nobel de literatura, Camilo José Cela, y también al Diccionario de expresiones malsonantes del español, de Jaime Martín o Para insultar con propiedad de María del Pilar Montes de Oca.

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Las relaciones laborales, como otras interacciones humanas, suelen presentar situaciones donde las partes involucradas se ofenden, se amenazan o se insultan. Aunque parecería que en la realidad es el empleador quien más improperios suelta, los casos jurisprudenciales sobre el tema mayormente se refieren a las groserías proferidas por el trabajador hacia sus superiores jerárquicos. Si bien nuestra legislación (a diferencia de la española) no contempla en forma expresa las ofensas verbales como causal de despido numerosas sentencias han admitido que los insultos proferidos por el trabajador a sus jefes (inclusive a sus compañeros) pueden constituir injuria suficiente como para que el empleador dé por terminada la relación sin pago de indemnizaciones. Ahora bien, una gran dificultad para los jueces es determinar cuáles son las palabras que se consideran injuria grave que justifique el despido del trabajador. No es cuestión de pedirle al trabajador que antes de proferir un insulto verifique si está incluido en el Inventario general de insultos de Pancracio de Celdrán o en el Diccionario Argentino de Insultos, injurias e improperios (también subtitulado "Puto el que lee") de la editorial Barcelona. Los trabajadores más escrupulosos también podrán consultar el Gran diccionario del insulto (ed. Insulton.es) que con sus 2322 vocablos se presenta como uno de los más completos de la materia. Para profundizar en la temática puede leerse también la Biblia del insulto de María Irazusta (subtitulado: Eso lo será tu madre). Trabajadores con mayor nivel de exigencia cultural deberían recurrir a la obra de referencia obligada contenida en los dos volúmenes del Diccionario secreto del premio Nobel de literatura, Camilo José Cela, y también al Diccionario de expresiones malsonantes del español, de Jaime Martín o Para insultar con propiedad de María del Pilar Montes de Oca.

La devaluación del insulto

Debemos reconocer que nuestro abnegado trabajador lanzado a la búsqueda del insulto adecuado, encontrará que, en la Argentina de las últimas décadas, el improperio ha sobrellevado una devaluación comparable a la sufrida por nuestra moneda. Quizá el primer responsable de esta debacle lingüística haya sido el genial Roberto Fontanarrosa y el último responsable, tal vez sea, nuestro también genial representante del anarco capitalismo criollo, Javier Gerardo Milei. Fontanarrosa cuando participó del Congreso de la Lengua Española, que tuvo lugar en la ciudad de Rosario, Santa Fe, en noviembre de 2004 puso en duda la existencia de las malas palabras, expresando: "La pregunta que ahora me hago es por qué son malas las malas palabras. O sea, quién las define. Por qué, qué actitud tienen las malas palabras. ¿Les pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad, o sea, ¿cuándo uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar? ¿Tienen actitudes reñidas con la moral? Sí, obviamente. Pero no sé quién las define como malas palabras. Tal vez sean como esos villanos de las viejas películas que nosotros veíamos que en principio eran buenos pero que la sociedad los hizo malos. Tal vez nosotros al marginarlas las hemos derivado en palabras malas ¿no es cierto?".

Pero cuando un presidente de la Nación, desde su alta investidura, lanza denuestos a diestra y siniestra (bueno a los de diestra, no tanto) insultando desde el Papa hasta a una cantante popular, desde presidentes extranjeros a actores cómicos, pasando por ministros, legisladores o simples ciudadanos, resulta evidente que el insulto ha perdido su antaña contundencia.

Insultar, lo que se dice insultar, no puede hacerlo cualquiera. Arthur Schopenhauer, el gran filósofo alemán (magnífico insultador él), señalaba que el insulto es un arte. De allí el título de la recopilación de sus artículos sobre el tema realizada por Franco Volpi: El arte de insultar, donde se expresa que "Aunque el espíritu humano es capaz de producir todo tipo de escarnios, insultos e injurias con prolífica espontaneidad, especialmente cuando se siente agredido, no siempre se nos ocurre el improperio exacto o la ofensa más pertinente cuando más lo necesitamos. Así, el ofender y el insultar, para ser eficientes y alcanzar su meta, deben ser aprendidos y ejercitados, como sucede en la esgrima o cualquier otra técnica de ataque o defensa. Y aunque los insultos y las ofensas suelen ser un signo de temperamento colérico, también presuponen cierto refinamiento. Si uno quiere herir al oponente con una expresión de escarnio completamente apropiada, agudamente pensada y precisamente formulada, necesita disponer de la técnica correspondiente, una técnica que debe ser adquirida y cultivada". También decía Schopenhauer que "las injurias son como las procesiones, que siempre regresan a su punto de partida".

Milei todavía tiene mucho que aprender en materia de insultos, máxime que parece haber abrevado lecturas en otra obra del mencionado filósofo alemán: El arte de tener razón, en la que Schopenhauer expone 38 estrategias para quedarse con la razón (aunque no se la tenga). Muy apropiado para nuestro presidente que se enfurece cuando alguien esboza una razón distinta a la suya propia.

Quien esto escribe recomienda insultar recurriendo al uso de arcaísmos. De tal manera el insultado no entenderá ni jota de lo que le decimos y nosotros tendremos la satisfacción de haber descargado nuestras peores diatribas contra el adversario. Ello salvo que uno se tope con un hábil abogado, como me ocurrió a mí en un juicio hace varios años donde mi oponente era uno de los mejores abogados de Salta: el Dr. Francisco Uriburu Michel (alias "Satanacillo", bien impuesto el apodo). Siguiendo mi regla de los arcaísmos, en un párrafo de mi demanda me referí a la conducta "nefanda y bergante" de la demandada (aclaremos que bergante y nefanda podría trasladarse al lenguaje actual como "persona picara y sinvergüenza, infame y granuja"). En su contestación, con toda elegancia, el Dr. Uriburu respondió: "Y al Dr. Bühler, con relación al párrafo en cuestión debemos decirle, como en nuestras épocas de escuela: ´el que lo dice, lo es´".

 

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