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Al cumplirse el primer 25% del mandato de Alberto Fernández, su gobierno afronta un diciembre implacablemente adverso y está obligado a revertir esa situación de deterioro político y económico en un plazo máximo de 90 días, esto es de aquí a marzo. Es clave para evitar una crisis de gobernabilidad.
Con independencia de los fuegos de artificio con que el oficialismo, la oposición y los medios intentaron colorear políticamente la trama de los acontecimientos, lo sucedido en la Casa Rosada durante el velatorio de Diego Maradona patentizó con nítida elocuencia ese extremo estado de debilidad. Un presidente obligado a dirigirse con un megáfono para tranquilizar a un grupo de manifestantes enardecidos no es la mejor imagen de solidez de un sistema político. Con un agravante adicional: la extraordinaria popularidad mundial de Maradona hizo que esos incidentes fueran ampliamente registrados por la prensa internacional, con el obvio impacto negativo en la "marca país".
La contraofensiva del Gobierno orientada a atribuir la responsabilidad exclusiva de esos episodios a las autoridades de la ciudad de Buenos Aires no sólo es equivocada sino además inútil y también contraproducente. Como diría el marqués de Talleyrand, "es peor que un crimen, es un error". Revela más desesperación que inteligencia política.
Significativamente, la transformación de Horacio Rodríguez Larreta en el "enemigo público número 1" del Gobierno nacional respondió a una estrategia política pergeñada e implementada desde el "kirchnerismo" cuando, en marzo de este año, en la primera fase de la pandemia, esas mismas encuestas indicaban que el impresionante aumento de la imagen presidencial coincidía con las apariciones conjuntas por televisión de Fernández con Rodríguez Larreta y el gobernador bonaerense, Axel Kiciloff. El fortalecimiento de la imagen y, por lo tanto, también de la autoridad presidencial corrían paralelamente a la capacidad de Fernández de asumir el timón en una situación de emergencia, signada por la crisis sanitaria, en un marco de consenso político con el Jefe de Gobierno porteño y principal líder territorial de la oposición. Esa sintonía, aunque provisoria, era una clave para la gobernabilidad de la Argentina. Su eclipse constituyó un punto de inflexión, que marcó el paulatino descenso exhibido en la imagen presidencial y del debilitamiento político que ahora asoma a la vista.
Cuando Máximo Kirchner afirma que Rodríguez Larreta será el candidato presidencial de la oposición en 2023, certifica la dimensión del diferendo excede el carácter de un puntual conflicto de intereses entre dos jurisdicciones para constituirse en un escollo de magnitud para cualquier intento de articular un consenso político que exceda a la actual coalición gubernamental y permita fortalecer la autoridad presidencial, que es el vértice insustituible del sistema institucional de la Argentina.
Avanzar en esa dirección no es una invocación abstracta a ningún "deber ser", sino la exigencia ineludible de una apremiante necesidad política.
Tormenta económica
El Gobierno logró tranquilizar transitoriamente el mercado cambiario y evitar el estallido de una estampida en la cotización del dólar, que por la naturaleza bimonetaria de la economía argentina tendría un elevado impacto inflacionario cuyas previsibles consecuencias sociales precederían a una crisis de gobernabilidad. Lo hizo a través de una política de reducción gradual de la emisión monetaria, acompañada por una venta de divisas del Banco Central que lleva al agotamiento de sus reservas monetarias, a la espera de un acuerdo con el FMI que pueda funcionar como un ancla de las expectativas y establezca un piso de confianza interna y externa..
Esa "política puente", por definición provisoria, exigía acelerar las tratativas para sellar un entendimiento antes de fin de año. El cambio de guardia en el gobierno de Estados Unidos, cuya opinión constituye la palabra final para cualquier decisión importante del organismo, extendió el plazo. Pero la misión del FMI que visitó Buenos Aires dejó además un mensaje inequívoco acerca de la necesidad de la existencia de un consenso político para cerrar un acuerdo de facilidades extendidas que por sus características exige la implementación de medidas que exceden en el tiempo al actual mandato presidencial.
El acuerdo necesario
En un mundo cada vez más integrado, donde el "afuera" y el "adentro" tiende a fundirse en una unidad indivisible, el gobierno está urgido entonces a realizar un doble movimiento. Hacia afuera, tiene que formalizar rápidamente un acuerdo con el FMI que le permita transitar sin grandes sobresaltos económicos los primeros meses de 2021. Hacia adentro, está obligado a construir un andamiaje político capaz de sustentar un programa económico acorde con el cumplimiento de los compromisos fiscales y monetarios contraídos en ese acuerdo. La única opción a estos dos requerimientos básicos es el precipicio.
La Argentina termina este año una década signada por el estancamiento económico, un período que abarca a gobiernos de distinto signo político. En los últimos tiempos, esa parálisis estructural de diez años se vio agravada por tres años consecutivos de recesión, potenciada en 2020 por una brutal caída del Producto Bruto Interno del 12%, equivalente en su dimensión a la debacle provocada por la crisis de diciembre de 2001. El ingreso por habitante de 2020 es inferior al de 2010. Nunca mejor aplicada la metáfora de una "década perdida".
Sin embargo, la coyuntura internacional ofrece hoy condiciones notablemente propicias para la Argentina. La recuperación de la economía mundial en la etapa pospandemia, el incremento del precio de los productos agrícolas (empujado por la demanda china) y la abundancia de capitales disponibles con las tasas de interés más bajas de la historia convergen para generar un escenario favorable, que es necesario aprovechar con inteligencia y voluntad política.